ADICCIONES: Un flagelo que la iglesia no puede ignorar

Todos luchamos con desequilibrios que nos alejan del plan de Dios para nuestras vidas: para unos, se trata de dependencia a ciertas sustancias, para otros tal vez a actividades nocivas, y ya sean visibles o privadas, todos estamos expuestos a la tentación. Es fácil juzgar (a otros).

La mayoría de quienes trabajamos con nuevas generaciones hemos atravesado la triste conversación con alguien que se ha sentido atrapado por esta o aquella conducta, hemos sentido el dolor de verlos luchar en contra de sus propios deseos, sufrir al esfuerzo de negarse a sí mismos. Algunos logran avances, otros recaen muy rápido. Sin duda, todo sería más fácil si existiese una fórmula mágica que instantáneamente cambiara la vida. Sería sencillo si hubiese un procedimiento a seguir que garantice los resultados, pero no hay tal cosa.

En este mundo corrupto, seguiremos lidiando con la presencia del pecado tanto en nuestro entorno como en la misma naturaleza interna que lucha contra el Espíritu; mientras estemos acá, no hay escapatoria, pero sí esperanza.

El pecado ha distorsionado la forma en que saciamos los apetitos con los que fuimos creados. Dios nos los dio para nuestra supervivencia. Sin embargo, como explica Stephen Arterburn en su libro Tome control de lo que lo controla, «Nuestros apetitos nos llevan a buscar satisfacción, pero deben estar administrados, o pueden llevarnos a un mundo de arrepentimiento y tremendo dolor emocional. Cuando un apetito que se creó para ayudarnos a sobrevivir se maneja incorrectamente, puede convertirse en una trampa mortal. Hasta que nos entreguemos por completo a Dios, junto con nuestros apetitos, permaneceremos atrapados».

Arterburn define un apetito como «cualquier deseo poderoso que tenemos que satisfacer, una necesidad específica como las ansias de comida, sexo, poder, placer, trabajo, compañía, sabiduría o incluso Dios. El apetito es algo que todo el mundo experimenta a diario de una u otra forma». Quizás esto explica nuestros conflictos internos; por ello, bien vale la pena una mirada clínica al corazón para encontrar la raíz del problema.

En cierta medida, todos luchamos con desequilibrios que nos alejan del plan de Dios para nuestras vidas: para unos, se trata de dependencia a ciertas sustancias, para otros tal vez a actividades nocivas, y ya sean visibles o privadas, todos estamos expuestos a la tentación. Es fácil juzgar (a otros).

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Personalmente, no sé qué se siente ser presa de algunos pecados; no sé lo que siente una persona con luchas distintas a las mías. No experimento la fuerza atractiva que le seduce a caer. Puedo decirle que es fácil huir, pero dudo que entienda.

Lo mismo sucede en otro sentido: alguien más no puede mirar lo que yo atravieso cuando mi lucha es distinta, no siente el fuego que arde en mi interior, no puede saber lo débil que soy. Podría decirme que es fácil huir, pero dudo que entienda. En fin, no quiero justificarme, solo pretendo aclarar que el mal es el mismo, que estoy en problemas; en vez de la piedra arrojar, no debo juzgar.

Mi rol pastoral es cuidar las ovejas de Jesús, el buen pastor. Debo amarlas y ayudarlas a sanar; por eso, creo firmemente que atender un programa lo hace cualquiera, pero cuidar una vida requiere de algo dado por Dios.

Gracias por el trabajo que haces. Gracias por el tiempo que dedicas a escuchar, acompañar y alentar a quienes están atrapados. Guíalos a Jesús (Lucas 4:18), que lo conozcan lleno de gracia y de verdad (Juan 1:14) y ayudémosles a restaurar lo que se ha roto, a cargar lo que es muy pesado (Gálatas 6:1,2). Y tú, corre a Jesús. Lo necesitas a Él. Es por su gracia que vamos a estar bien.


Tomado con licencia de la revista LIDER 625, edición 12, “ADICCIONES

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