Jesús dijo a Simón Pedro: Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos? Pedro le dijo: Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Jesús le dijo: Apacienta mis corderos. Juan 21.15 (LBLA)
La mayoría de las traducciones de este versículo no captan una diferencia clave en las palabras que intercambiaron el Señor y Pedro, y por eso he optado usar la versión de La Biblia de las Américas en el texto de hoy.
Cuando Cristo le preguntó a Pedro si lo amaba escogió la palabra griega ágape. De las tres palabras para amor en ese idioma, esta es la más sublime. Personifica el amor expresado por la vida y obra de Jesucristo. Es un amor que tiene el más elevado grado de compromiso con el prójimo y que se traduce en sacrificio por el bien del otro. La mejor descripción de esta clase de amor la tenemos en Filipenses 2.5–11.
En su respuesta Pedro, sin embargo, no usó la misma palabra que el Maestro, sino que optó por el término fileo. Esta palabra expresa la relación que existe entre hermanos y definitivamente está por debajo del vínculo que encierra el concepto de amor ágape. La versión de La Biblia de las Américas correctamente traduce la respuesta de Pedro: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero».
Quizás usted piensa que estamos perdiendo tiempo en un detalle de poca relevancia. La verdad, sin embargo, es que la diferencia revela un importante principio en la vida de Pedro. En la noche en que Jesús fue traicionado, Pedro había proclamado con confianza que él estaba dispuesto a seguir al Señor donde quiera que fuera. Aun cuando el Señor le advirtió que no sería así, él siguió insistiendo que, si fuera necesario, estaría dispuesto a dar su vida por Cristo. En otras palabras, creía que su compromiso estaba a la altura de la clase de sacrificio que demanda el amor ágape.
Ahora, sin embargo, entendía que sus declaraciones habían sido muy presumidas. Vivía con la vergüenza de haber negado tres veces al Señor. Creo firmemente que en este incidente el Señor estaba restaurando a Pedro, para que pudiera ocupar el lugar clave que le estaba reservado en la iglesia naciente. Para este trabajo de restauración, no obstante, era necesario tener la certeza de que Pedro había aprendido la lección acerca de las serias limitaciones que tenía su propio entusiasmo y celo por las cosas de Dios.
La respuesta del discípulo nos muestra que Pedro sí había aprendido de sus propios errores. Una vez había afirmado confiadamente que su amor era incondicional. Pero no estaba dispuesto a transitar por este camino una segunda vez.
Nuestros errores y nuestras derrotas pueden ser el semillero para algunas de las lecciones más importantes de la vida. Todo error tiene el potencial de enseñarnos algo. Para poder aprender esas lecciones, sin embargo, tenemos que estar dispuestos a reflexionar sobre lo vivido, evaluar dónde nos equivocamos, y descifrar cuáles son los comportamientos necesarios para evitar pasar nuevamente por el mismo camino. Nuestros errores, entonces, pueden convertirse en nuestras más valiosas experiencias. Está en nosotros aprovechar el potencial que poseen.
Para pensar:
¿Cómo reacciona cuando se equivoca? ¿Cuánto tiempo pierde en lamentos y reproches? ¿Qué revelan sus reacciones acerca de la clase de persona que es? ¿Cómo puede usar sus errores para crecer?
Shaw, C. (2005) Alza tus ojos. San José, Costa Rica, Centroamérica: Desarrollo Cristiano Internacional.
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