Ahora, pues, dice Jehová, convertíos ahora a mí con todo vuestro corazón, con ayuno, llanto y lamento. Rasgad vuestro corazón y no vuestros vestidos, y convertíos a Jehová, vuestro Dios; porque es misericordioso y clemente, tardo para la ira y grande en misericordia, y se duele del castigo. (Joel 2.12–13)
Siempre corremos el peligro de que se apodere de nuestras vidas la religiosidad que tanto atrae a los seres humanos. Ella nos ofrece una conciencia tranquila a cambio de algunas prácticas que, «en teoría», satisfacen las demandas del Señor. La Palabra, no obstante, señala que fuimos llamados a una relación de intimidad con Dios. No podemos cultivar con nadie una relación significativa si la limitamos a algunos pocos ejercicios rutinarios. Las relaciones más profundas son el fruto del esfuerzo y la dedicación de un compromiso cultivado en el corazón.
Es a este nivel de compromiso que apunta el profeta Joel cuando comunica a Israel un mensaje de parte de Dios: «Rasgad vuestro corazón y no vuestros vestidos». El único arrepentimiento que realmente vale, en lo que respecta a la vida espiritual, es aquel que transforma la dureza de nuestros corazones y produce en nosotros un verdadero quebranto por el pecado. Es el que va acompañado, como señala el texto de hoy, por ayuno, llanto y lamento. Es decir, es la manifestación de una verdadera congoja interior.
Quien posee una mínima comprensión de los procesos espirituales en la vida del hombre sabe bien que esta clase de arrepentimiento no lo puede producir ninguna persona. Más bien es el resultado de una acción soberana de Dios. Así le ocurrió a Isaías cuando vio al Señor sentado en su santo templo (Is 6.1–13), o a Pedro, cuando se postró a los pies de Jesús, proclamando su condición indigna delante del Hijo de Dios (Lc 5.8). Solamente el Señor puede generar un genuino arrepentimiento espiritual (2 Ti 2.25).
Debemos preguntar, entonces, ¿cuál es nuestra responsabilidad en el proceso, si nosotros no podemos producir ese quebranto interior que Dios busca?
En primer lugar, debemos rechazar toda perspectiva trivial del arrepentimiento. A veces, en nuestras oraciones, hacemos algunas declaraciones tales como: «Señor, te pido perdón por cualquier pecado que pueda haber cometido contra tu persona». Tales expresiones son muy generales como para tener algún valor. El pecado es un asunto demasiado serio como para encerrarlo en una sola frase.
En segundo lugar, si sabemos que el arrepentimiento es el resultado de una acción del Espíritu de Dios, nos compete crear los espacios y momentos durante el día para que se pueda producir la revelación que conduce al arrepentimiento. Es decir, tenemos que permitir que el Espíritu examine nuestros corazones y traiga a la luz aquellos asuntos que ofenden al Señor. Solamente con pedir discernimiento podremos comprobar cuánto anhela limpiarnos el Señor, pues no tardará en responder a nuestro pedido.
En tercer lugar, debemos saber que el verdadero arrepentimiento va acompañado de señales externas que no pueden ser fabricadas: el quebranto, el lamento y las lágrimas. Tales señales pueden ayudarnos a diferenciar un arrepentimiento superficial de aquel que viene de lo más profundo de nuestro corazón. Procuremos, pues, la cercanía con Su persona que produce en nosotros un corazón sensible y humilde.
Para pensar:
«El arrepentimiento implica mucho más que pedirle perdón a Dios». Anónimo.
Tomado con licencia de:
Shaw, C. (2005) Alza tus ojos. San José, Costa Rica, Centroamérica: Desarrollo Cristiano Internacional.0000
Comentarios