¡Bendito amor celestial!

¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, angustia, persecución, hambre, desnudez, peligro o espada? (Romanos 8.35)

Solía tener dificultades para entender este pasaje porque no cuadraba con la realidad de mi vida, ni tampoco con lo que veía en la vida de muchos otros que compartían la experiencia cristiana conmigo. «¿Cómo podía Pablo hablar de que nada nos puede separar del amor de Dios?» me preguntaba, «si a diario veo que hay infinidad de situaciones que compiten con nuestro amor por Cristo?» Cada una de ellas no solamente pugna con nuestro deseo de seguirlo a él sino que, en ocasiones, han conseguido alejarnos por completo de los caminos que el Señor ha trazado para nuestra vida.

El problema con esa interpretación es que yo estaba mirando este versículo con una óptica errada, centrado en nuestra devoción hacia Dios. Mi error revela qué tan profundamente arraigado está en nosotros el creer que somos los protagonistas de la vida espiritual. En el fondo creemos que es nuestra actividad la que mantiene vigorosa y viva nuestra relación con el Altísimo. Mis dificultades desaparecieron cuando pude entender que Pablo no está hablando aquí del amor, frágil y fluctuante, que nosotros tenemos por Dios, sino del amor que el Padre tiene por nosotros.

Es interesante notar que todos los términos que escoge Pablo como posibles provocadores de esta separación con el amor divino hacen referencia a experiencias relacionadas con el sufrimiento. Medite en ellas por un momento: Tribulación, angustia, persecución, hambre, desnudez, peligro, espada. Cada uno de esos elementos tienen que ver con situaciones donde experimentamos angustias personales con una intensidad difícil de sobrellevar.

¿Por qué escogió el apóstol estas experiencias en particular? La reacción casi universal de muchos cristianos en medio del sufrimiento (sea cual sea su origen) es creer que Dios los ha abandonado, que se ha olvidado de ellos. Observe, por ejemplo, la respuesta de Gedeón al ángel que lo visitó (Jue 6.13), la de los israelitas frente al Mar Rojo (Ex 14.11–12), o de David en el Salmo 42.9, que exclamó: «¿por qué te has olvidado de mí?». Es en tiempos de angustia que nos sentimos especialmente tentados a cuestionar la existencia del amor de Dios hacia nosotros. El apóstol afirma que no hay cosa creada, ni experiencia vivida que pueda hacer cesar el amor de Dios por nosotros. Usted y yo podremos, quizás, «sentir» que él no está con nosotros en tiempos de angustia. ¿Pero quién de nosotros tiene sentimientos que nos dicen la verdad? Lo que declara aquí Pablo es una de las verdades centrales sobre la cual está fundada la vida espiritual. La persona que experimenta la vida victoriosa, en todas sus dimensiones, es aquella que no duda del amor de Dios, aun cuando se encuentre de cara a la muerte. Tiene una certeza inamovible de que el amor de Dios por nosotros -insistente, incansable, perseverante- es un hecho tan real como la existencia de los cielos y la tierra.

Para pensar:

«Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte ni la vida, ni ángeles ni principados ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Ro 8.38–39).

Tomado con licencia de:

Shaw, C. (2005) Alza tus ojos. San José, Costa Rica, Centroamérica: Desarrollo Cristiano Internacional.

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