Bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia. (Mateo 5.7)
En esta bienaventuranza tenemos una de las más claras evidencias de que es Dios el que está obrando transformación en la vida y no la persona misma. La misericordia se refiere específicamente a una sensibilidad al dolor de otros que, a su vez, produce un deseo de aportar alivio al afligido. Este sentimiento es el que más refleja el carácter de Dios, pues la misericordia tiene que ver con un corazón compasivo, bondadoso y tierno, que no mide si la otra persona es merecedora de nuestro socorro, sino que se da a sí mismo por el bien del otro.
Es lógico que esta actitud de misericordia sea el fruto de una vida que tiene hambre y sed de justicia, ya que las bienaventuranzas se refieren a una progresión espiritual. Esa necesidad espiritual solamente puede ser saciada al entrar en intimidad con Dios mismo. La cercanía a su persona, sin embargo, no solamente sacia las necesidades de nuestra alma, sino que comienza a contagiarnos de un interés por la realidad que afecta la vida de los demás. Ya no juzgamos con dureza a aquellos que están en situaciones difíciles, condenándolos porque vemos en sus vidas las claras consecuencias del pecado. Más bien, comenzamos a ver que son personas atrapadas en un sistema maligno, enceguecidos por las tinieblas de este mundo, que necesitan con desesperación que alguien se les acerque para indicarles el camino hacia la luz y la vida.
No hace falta señalar que la expresión de la misericordia muchas veces escandaliza a aquellos que pretenden ser los auténticos defensores de todo lo que es bueno y justo. Los fariseos, por ejemplo, no mostraron una pizca de misericordia hacia la mujer sorprendida en adulterio (Jn 8.1–11). Lejos de extenderle la misericordia necesaria para que sea librada del lazo en el que había caído, la trajeron a Jesús con el deseo de sellar la condenación que ya habían formado en sus propios corazones. Jesús no dijo, en ningún momento, que aprobaba la práctica del adulterio. Sin embargo, demostró compasión por esta mujer afirmando que no la condenaba, aunque era digna de condenación.
De la misma manera, Simón el fariseo se mostró horrorizado de que el Maestro permitiera que una mujer pecadora le tocara (Lc 7.1–50). ¡Un fariseo jamás hubiera tenido contacto con esta clase de persona! Jesús, no obstante, le extendió la bondadosa compasión de Dios y fue, literalmente, transformada en otra persona. Cuando hemos sido alcanzados por la misericordia, podemos ser también misericordiosos con otros. Para esto, es necesario que Dios periódicamente nos recuerde lo mucho que él nos ha perdonado a nosotros, pues el que mucho ama, mucho ha sido perdonado.
En varios momentos durante su peregrinaje Cristo le recordó a los discípulos que Dios sería generoso con aquellos que eran generosos. El principio es claro: todos hemos recibido la invitación a ser parte del reino. Pero una vez que hemos sido admitidos, es inadmisible que no tengamos la misma actitud de misericordia hacia los demás, que ha sido mostrada hacia nuestras personas. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos recibirán aún mayores demostraciones de misericordia.
Para pensar:
Ay de los que tienen un corazón duro, porque vivirán con la misma dureza que han sembrado.
Tomado con licencia de:
Shaw, C. (2005) Alza tus ojos. San José, Costa Rica, Centroamérica: Desarrollo Cristiano Internacional.0000
Comentarios