Esa mesa ha sido testigo de conversaciones profundas, de noches de lágrimas, de risas cómplices y de muchas otras memorias que quedarán grabadas para siempre en nuestro legado familiar. La construimos precisamente para eso, para crear momentos sagrados. Para recordarnos a nosotros mismos como familia que ese espacio de comunión y encuentro es al que necesitamos recurrir permanentemente, para seguir entretejiendo nuestra historia juntos.
En el Evangelio de Lucas, Jesús siempre está yendo a una comida, o está en una comida, o viene de una comida.
Robert Karris
Es bien sabido que las tradiciones y costumbres tienen un significado simbólico importantísimo en la vida de las personas. Producen el deseo de repetirlas una y otra vez. Se valoran tanto precisamente porque nos llevan a un espacio compartido, a un lugar de conexión, en donde construimos memorias que se incrustan en nuestro presente y que permanecerán con nosotros por el resto de nuestras vidas. Durante siglos, el compartir comidas en familia y con amigos ha sido una de las principales tradiciones familiares y sociales, incluso en las culturas más diversas.
Lamentablemente, la riqueza de esta práctica formativa ancestral de comer juntos en familia se ha diluido en los últimos tiempos debido a que tenemos una vida cada vez más ocupada, con la necesidad de trabajar más horas y estar más tiempo fuera de casa, y debido también al incremento en el uso de la tecnología. En las familias de hoy cada uno anda por su lado, y sentarse juntos alrededor de la mesa es un desafío. Sin embargo, varios estudios recientes han confirmado lo que ya sabíamos intuitivamente desde hace mucho tiempo: comer con otros nos mantiene más saludables, más felices y mejor conectados.
El individualismo y la prisa del mundo actual nos están robando eso tan sagrado que sucede cuando nos sentamos a la mesa con nuestros seres queridos. En este contexto, ¡qué importante es que animemos a las familias de la iglesia a regresar a la dinámica de comer juntos! ¿Para qué? Para practicar la fe, para informar, para enseñar e instruir. Para integrar la oración, la tradición, las Escrituras y los rituales en las rutinas de una familia normal y ocupada. Esto es algo que promovemos constantemente en nuestra comunidad de fe. Obviamente, como toda cosa importante, esto demanda hacerlo con intención y disciplina. Por eso, animamos a que cada familia pueda organizar sus horarios para coincidir y tener al menos una comida juntos al día, o todas las que se puedan durante la semana. Este ritual le dará identidad y sentido a nuestra vida familiar.
EL INDIVIDUALISMO Y LA PRISA
DEL MUNDO ACTUAL NOS ESTÁN
ROBANDO ESO TAN SAGRADO
QUE SUCEDE CUANDO NOS
SENTAMOS A LA MESA CON
NUESTROS SERES QUERIDOS.
Una comida compartida no es algo pequeño, no es algo menor. Es el fundamento de la vida familiar. La mesa da identidad y sentido de pertenencia; es una invitación al diálogo y al encuentro. Es el lugar donde nuestros hijos aprenden el arte de la conversación y en el que adquieren hábitos civilizados como compartir, escuchar, respetar turnos para hablar, expresar las ideas con palabras, navegar las diferencias y discutir sin ofender ni ofenderse. Incluso su vocabulario se incrementa a medida que se aprenden nuevas palabras y nuevos conceptos de otros miembros de la familia. También, es responsabilidad de los padres crear este ambiente familiar y evitar las distracciones con dispositivos móviles y otras cosas.
La mesa familiar es una escuela. Una en la que no solo aprendemos el arte de la conversación, sino que también aprendemos a pensar y hablar el lenguaje de nuestra familia. Es un espacio donde el discipulado y el crecimiento espiritual pueden tener un lugar predominante. Comer juntos nos proporciona un espacio seguro para la conexión. Cuando los niños pueden contar regularmente con un tiempo junto a sus padres o adultos, eso los ayuda a sentirse amados, seguros y protegidos. También es un lugar propicio para enseñar a los niños sobre los valores y las tradiciones familiares.
En la mesa familiar aprendemos a disfrutar de la compañía del otro. Debemos recordar que la hora de la comida no es para disciplinar ni para tener conversaciones difíciles. Elijamos otro momento para eso. A la hora de comer, mantengamos conversaciones positivas, conversaciones de fe. Animemos a los niños a hablar sobre su día. Todo esto contribuirá a fortalecer la comunicación entre los miembros de la familia. Hay estudios que muestran que los adolescentes que comen con sus familias por lo menos cinco veces a la semana:
– Son menos propensos a las adicciones.
– Son menos propensos a la depresión.
– En el 40% de los casos obtienen mejores calificaciones.
Otra investigación nos muestra que, en cada comida adicional en fami
lia, los adolescentes tienen:
– Mayor autoestima y satisfacción con la vida.
– Una mejor conducta de confianza y servicial hacia los demás, y una mejor relación con sus padres.
– Mejor vocabulario y rendimiento académico.
– Mejor resistencia al estrés.
– Menores tasas de embarazos no deseados y de ausentismo escolar.
Muchos de estos beneficios derivan de que comer con los padres fortalece los lazos afectivos y mejora la comunicación, elementos claves para evitar conflictos y violencia intrafamiliar. A la vez, genera sentido de aceptación, haciendo posible que los hijos no necesiten buscar aprobación en las personas equivocadas
¡La familia que come unida permanece unida!
Tomado con licencia de la revista LIDER 625, edición 27, “LA FAMILIA, los líderes más importantes”
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