Y dijo a otro: Sígueme. Él le respondió: Señor, déjame que primero vaya y entierre a mi padre. Jesús le dijo: Deja que los muertos entierren a sus muertos; pero tú vete a anunciar el reino de Dios. (Lucas 9.59–60)
En el trío de encuentros que relata el evangelista Lucas nos topamos con este segundo personaje, que bien podría simbolizar un individuo tomado de la calle hoy en día. Este no vino a ofrecerse a Cristo como discípulo, como el anterior, sino que fue llamado. Cabe señalar, de paso, que en el reino no existen voluntarios, sino solamente personas escogidas.
El llamado que Jesús hace a este individuo es similar al llamado que hizo a decenas de personas: «sígueme». En esa simple palabra está encapsulada la esencia de lo que significa ser un discípulo. No es un llamado a unirse a una religión, a asistir a una serie de reuniones o a congeniar con algunos enunciados acerca de la vida espiritual. Es una invitación a ponerse en pie para acompañar a Cristo a los lugares que él elige visitar y a las personas que él escoge tocar. El discípulo no decide el rumbo, ni la forma, ni el itinerario. La única decisión que toma es la de ponerse en pie y comenzar a caminar con el Señor.
El individuo del pasaje de hoy quería seguir al Señor, pero pidió que se le diera un tiempo para atender unos asuntos familiares. Como nota añadida, debemos observar que no estaba pidiendo permiso para ir a enterrar literalmente a su padre; más bien estaba usando una frase común en la época, que indicaba el compromiso de cuidar de los padres hasta que estos fallecieran. Una vez que los padres ya no estuvieran presentes esta persona quedaría enteramente libre para seguir a Cristo.
Si tuviéramos que traducir a nuestro idioma la petición de este varón, diríamos que contestó: «Señor, te seguiré con mucho gusto, pero primero tengo algunos asuntos que atender». En cuántas ocasiones, compartiendo el evangelio con otros, he escuchado a personas decir: «Me parece muy bueno, pero primero déjame que disfrute un poco de la vida».
En la respuesta encontramos uno de los mayores impedimentos para seguir a Cristo y es el deseo de decidir nosotros el «cuándo». No es que exista en nosotros un espíritu de desobediencia; todo lo contrario, tenemos la intención de hacer lo que se nos ha pedido. La única diferencia es que pretendemos hacerlo cuando sea más cómodo para nosotros. Esto es lo mismo que desobedecer. El ejemplo más claro de este sentir es el del pueblo de Israel cuando, alentado por el mal testimonio de diez de los espías, decidió no entrar a la tierra prometida. Cuando Dios anunció el castigo sobre ellos, cambiaron de parecer y decidieron subir. Mas Dios ya no estaba con ellos, porque el tiempo para la obediencia había pasado (Nm 14.40–45).
Es importante señalar que no existía nada de malo en el deseo de esta persona de cuidar a sus padres. Este precisamente es el problema, que los asuntos que nos impiden una entrega absoluta no son malos. Muchos de ellos son más que loables. Sin embargo, todo lo que se interpone entre nosotros y Cristo debe ser desechado.
Para pensar:
«El que ama a padre o madre más que a mí, no es digno de mí». (Mt 10.37).
Tomado con licencia de:
Shaw, C. (2005) Alza tus ojos. San José, Costa Rica, Centroamérica: Desarrollo Cristiano Internacional.0000
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