Nadie te podrá hacer frente en todos los días de tu vida. Así como estuve con Moisés, estaré contigo; no te dejaré ni te abandonaré… ¿No te lo he ordenado yo? ¡Sé fuerte y valiente! No temas ni te acobardes, porque el Señor tu Dios estará contigo dondequiera que vayas. (Josué 1.5, 9) (LBLA)
Permítame hacerle una pregunta. ¿Usted apostaría su futuro en base a una promesa? Había llegado el momento en que Josué debía asumir la responsabilidad por la conducción del pueblo de Israel. Reemplazaba, nada más ni nada menos, que al gran profeta Moisés. Le esperaba un difícil camino por delante, y Josué seguramente no se hacía ilusiones acerca de esto. Cuando Dios le decía que había estado con Moisés, se le vendrían a la mente las incontables veces que habían visto la poderosa mano de Jehová obrando a su favor. Pero no cabe duda que también tendría presente la multitud de obstáculos, dificultades y contratiempos que los acompañó durante cuarenta años en el desierto. Para animarle el corazón, el Señor le da una promesa: «el Señor tu Dios estará contigo dondequiera que vayas».
Una promesa posee extraordinarios poderes para motivar, porque pone delante de nosotros una esperanza que nos anima el corazón y alimenta nuestra imaginación acerca de cosas futuras. Cuando la recibimos tendemos a atesorarla en nuestro interior creyendo, contra viento y marea, en el cumplimiento de aquello que se ha anunciado por adelantado. Una promesa, sin embargo, no tiene poder alguno al menos que escojamos creerla.
Tristemente, para muchos la vida es una suma de promesas no cumplidas. En algunos casos esto comenzó ya de muy pequeños, con palabras que los propios padres nunca cumplieron. Más adelante, se sumaron parientes, amigos y personas cercanas a nuestro entorno que agregaron su propia cuota de compromisos no honrados. Ya de adultos, experimentamos el aluvión de votos que vienen de empresas de servicio, políticos y gobernantes, que pretenden convencernos que viven solamente para atender nuestras necesidades. Inevitablemente viene, con el pasar de los años, cierto escepticismo de quienes han escuchado, en muchas oportunidades, promesas que no son más que palabras huecas.
¡He aquí nuestro dilema! La vida espiritual que Dios nos propone requiere, como elemento indispensable para su desarrollo, que creamos las promesas que él nos da. El apóstol Pedro declara que Dios «nos ha dado preciosas y grandísimas promesas, para que por ellas lleguéis a ser participantes de la naturaleza divina» (2 P 1.3–4). De modo que la promesa es una parte esencial del plan de Dios.
Precisamente por esta razón el Señor le dice a Josué: «¡Se fuerte y valiente! No temas ni te acobardes…» Frente a circunstancias particularmente difíciles en la vida, es fácil creer que hemos sido olvidados. Si le sumamos nuestras reiteradas desilusiones ¿cómo no hemos de vivir atemorizados? El temor, no obstante, nos paraliza. No permite que cultivemos esa convicción atrevida que es una característica esencial de los que eligen creer las declaraciones de Dios. Y si no le creemos, sus promesas no tienen eficacia en nuestras vidas.
Para pensar:
Nuestro desafío es ser valientes para no creer las mentiras que indudablemente aparecen en tiempos de crisis. Para triunfar debemos escoger la confiabilidad de los votos que Dios ha hecho a nuestro favor; y él, a su vez, ¡los respaldará!
Shaw, C. (2005) Alza tus ojos. San José, Costa Rica, Centroamérica: Desarrollo Cristiano Internacional.
Comentarios
“Una promesa no tiene poder alguno, a menos que escojamos creerla.”
Yo elijo creer. Sí, Señor Jesús. Sé que cumplirás todas y cada una de tus pomesas. Amén! 🙏🏻🙌🏻