Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el labrador. Todo pámpano que en mí no lleva fruto, lo quitará; y todo aquel que lleva fruto, lo limpiará, para que lleve más fruto. (Juan 15.1–2)
Con frecuencia Israel había sido representado, en el Antiguo Testamento, como una vid. En la mayoría de los casos, sin embargo, esto no constituía ningún halago, pues los profetas casi siempre la habían denunciado por la pobre calidad de su fruto. Cristo declaró a sus discípulos que él era la vid verdadera. Él es la planta de la cual se nutre toda rama, todo gajo, toda hoja, todo racimo y toda uva. La iglesia no es la vid, ni tampoco lo son los pastores, ni los encargados de diferentes ministerios dentro de la congregación. La iglesia es parte de las ramas, pero lo que sostiene a todo, y está en todo, y se mueve por todos, es Cristo.
El Padre no es la vid. El Padre es el dueño de la vid y el que la trabaja. Solamente él ve la vid en su totalidad y sabe dónde necesita ser podada, dónde necesita ser apuntalada, dónde necesita que la tierra alrededor de sus raíces sea removida. Él conoce las necesidades de la vid como no pueden conocerlas los más astutos observadores humanos. El trabajo del Padre tiene el propósito de asegurar que la vid cumpla la función para la cual ha sido creada, que es producir uvas en abundancia.
Para asegurarse este resultado, el Padre realiza dos actividades fundamentales. Las ramas que no producen fruto las corta y las echa fuera. En esto, Cristo no anduvo con rodeos, sino que dejó absolutamente claro el procedimiento del Padre. La rama existe para llevar el fruto que la vid produce en ella. La rama que no cumple esa función no puede permanecer en la vid como adorno. De persistir su infertilidad, aun habiéndole proporcionado los cuidados necesarios, se la quita de la planta. Esa rama está utilizando recursos y energía que podrían ser mejor aprovechados por las ramas que sí son productivas.
Una segunda actividad del Padre tiene que ver con las ramas que producen fruto. Cristo no dijo que las ramas se comparaban entre ellas para ver cuál daba más uvas, o cuál producía la más sabrosa fruta. Tampoco dice que el Padre les da una «palmadita» por su buen trabajo en producir fruto. El Señor declaró que el padre poda las ramas que dan fruto, para que produzcan mayor fruto. Cualquier productor sabe que este proceso, que es momentáneamente doloroso, acaba fortaleciendo a la rama y a la planta en general.
Para pensar:
La analogía apunta a dos claras conclusiones. En primer lugar, no existen categorías de ramas, algunas con «llamado» y otras no. Todas las ramas, sin excepción, deben producir fruto. Ninguna rama ha sido destinada a la función de decorar. En segundo lugar, nadie se salva de la tijera de Dios, ni siquiera los que «andan bien». ¡Todos son podados! Algunos para vida, y otros para muerte.
Tomado con licencia de:
Shaw, C. (2005) Alza tus ojos. San José, Costa Rica, Centroamérica: Desarrollo Cristiano Internacional.
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