Cuando la disciplina abruma

Es suficiente para tal persona este castigo que le fue impuesto por la mayoría; así que, por el contrario, vosotros más bien deberíais perdonarlo y consolarlo, no sea que en alguna manera este sea abrumado por tanta tristeza. Por lo cual os ruego que reafirméis vuestro amor hacia él. 2 Corintios 2.6–8 (LBLA)

En la iglesia en Corinto había una persona que había caído en pecado. Por una decisión de la mayoría, la persona fue disciplinada. Esta disciplina, aparentemente, fue con el aval del apóstol Pablo, aunque no estuvo presente en el momento de la decisión. Según el testimonio de 1 Corintios 5.3, sin embargo, el apóstol les acompañó en espíritu. Ahora, sin embargo, se hace necesario que Pablo corrija la severidad en el trato que había recibido esta persona. La razón es que toda corrección tiene como objetivo restaurar al caído y ayudarlo a volver a caminar en santidad con el Señor.

Existe en nosotros, sin embargo, la tendencia de acompañar nuestros esfuerzos por disciplinar con una buena dosis de ira o rencor. ¿Cuántas veces, como padres, hemos sido excesivamente duros con nuestros hijos, porque no actuamos en el momento indicado? Nuestra paciencia no fue paciencia sino negligencia, y permitió que se acumularan sentimientos de fastidio y rabia. Cuando llegó el momento de corregir, lo usamos también para descargar todo nuestro disgusto sobre nuestro hijo. La presencia de estos elementos anula el beneficio de la disciplina porque utiliza un espíritu incorrecto.

De la misma manera, dentro de la iglesia la disciplina frecuentemente es prolongada por un espíritu de dureza hacia el infractor. Se le somete a humillaciones innecesarias y muchos optan por tener el menor contacto posible con esa persona. No obstante, la disciplina es una experiencia sumamente positiva para la vida de los que anhelan mayor crecimiento espiritual. Por medio de ella podemos ser corregidos y encaminados correctamente. También debemos admitir que es algo sumamente desagradable. Nos sentimos agredidos y nuestro orgullo inmediatamente comienza a demandar algún tipo de retribución. Caemos en un estado general de tristeza y desconsuelo que, de prolongarse, podría tener repercusiones serias para nuestra vida espiritual. Sabiendo esto, el apóstol Pablo anima a los hermanos a que no «abrumen» con demasiada tristeza a la persona disciplinada. El deseo es que la persona no sea enterrada y hundida por la acción de sus hermanos, porque la disciplina perdería su sentido.

En lugar de esto Pablo los anima a que «reafirmen su amor» hacia el caído. Esta exhortación recalca una de las grandes verdades del reino. El poder que más transforma la vida de otros es el que proviene del amor. La disciplina corrige, pero es el amor el que cala hondo en el corazón y lo abre a las experiencias más espirituales. Por esta razón, Cristo se apresuró a reafirmar su amor hacia Pedro, luego de que este le negara tres veces. El amor incondicional en el acto de Jesús encaminó definitivamente al apóstol en el ministerio que se le había encomendado.

Para pensar:

«El lugar más solitario del planeta es el corazón humano al que le falta el amor». Anónimo.



Shaw, C. (2005) Alza tus ojos. San José, Costa Rica, Centroamérica: Desarrollo Cristiano Internacional.

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