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Cuando Predica la carne

Algunos, a la verdad, predican a Cristo por envidia y rivalidad; pero otros lo hacen de buena voluntad ¿Qué, pues? Que no obstante, de todas maneras, o por pretexto o por verdad, Cristo es anunciado; y en esto me gozo, y me gozaré siempre. (Filipenses 1.15, 18)

Pablo estaba preso en Roma cuando escribió la carta a la iglesia de Filipos. Entre las muchas cosas que había sufrido por causa del evangelio, se le agregó aquí una nueva afrenta, la de soportar los ataques de personas que buscaban desprestigiar la obra del anciano apóstol. No falta nunca esta clase de personas entre los de la casa de Dios. Probablemente veían las prisiones de Pablo como el castigo del Señor sobre su vida y aprovechaban sus prédicas para mostrar lo errado de sus caminos. El texto no nos proporciona los detalles particulares de sus actividades, pero sí sabemos que el apóstol se dolía por ellos.

A pesar de este sufrimiento, el apóstol no podía esconder su gozo en estas circunstancias, pues aunque las motivaciones eran erradas, el evangelio de Cristo igualmente recibía provecho de estos ministerios adulterados. Queriendo hacerle un daño a Pablo, la palabra de Cristo se proclamaba y el inexorable avance del reino continuaba.

El texto de hoy nos revela cuán profunda era la comprensión de este siervo de Cristo de las cosas espirituales. Revela un importante principio en cuanto al ministerio. El Señor, en su soberanía, usa aun las situaciones más adversas para avanzar en los proyectos que tiene. Lo que es aun más notorio que esto es que él siempre ha llamado a servirle a hombres y mujeres que son una mezcla de espiritualidad y carnalidad. Jacob, uno de los patriarcas de Israel, era un hombre propenso a la mentira y el engaño. Moisés era un hombre violento, cuya ira le llevó a asesinar a un egipcio. Rahab fue clave en la conquista de Jericó, pero se dedicaba a la prostitución. David, uno de los más notables varones en la historia del pueblo de Dios, cayó en adulterio y, para tapar su pecado, asesinó al marido de la mujer con la cual se había acostado. Pedro, el hombre llamado a ser apóstol, negó públicamente a Cristo tres veces. Pablo, el hombre que proclamaba la incomparable grandeza del amor de Dios, descartó a Marcos porque le había fallado.

Vemos, de esta manera, que aun en el caso de las personas más consagradas, siempre existieron también las más notables manifestaciones de carnalidad. Dios igualmente usó a estas personas y sus planes no se descarrilaron.

Esto, entonces, puede servirnos para afirmar que realmente no importa el estado del que sirve, porque Dios igualmente va a sacar provecho de su ministerio. Y, en un sentido, ¡esto es verdad!

¿Cuál es, entonces, el valor de una vida consagrada, de santidad? El valor está en que el grado de nuestra entrega permite que se multiplique la efectividad de la obra de Dios. Los resultados se van a dar igual, pero cuando la obra de Dios está acompañada por obreros santos, el efecto del ministerio se potencia en forma extraordinaria. ¡La santidad del obrero sí importa!

Para pensar:

«Así que, si alguno se limpia de estas cosas, será instrumento para honra, santificado, útil al Señor, y dispuesto para toda buena obra» (2 Ti 2.21).

Tomado con licencia de:

Shaw, C. (2005) Alza tus ojos. San José, Costa Rica, Centroamérica: Desarrollo Cristiano Internacional.

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