Porque de las muchas ocupaciones vienen los sueños, y de la multitud de palabras la voz del necio. (Eclesiastés 5.3)
Hace poco tiempo tuve la oportunidad de conocer al pastor de una gran congregación en una importante ciudad de América Latina. Me acerqué para presentarme. Cuando nos saludamos, comenzó a hablar de todo lo que él estaba haciendo en el ministerio. Como estaban dando inicio a la reunión a la que lo habían invitado, me pidió disculpas y entró para compartir la Palabra con algunos consiervos. La reunión duró tres horas, lapso de tiempo durante el cual este líder habló ¡sin interrupción! Terminada la reunión, se sentó a la mesa para compartir la comida con los presentes. Lo miré durante el transcurso de la comida y noté que, increíblemente, él seguía hablando de sus cosas. En ningún momento mostró el menor interés por los demás, ni siquiera en saber quiénes eran. Estaba demasiado inflado con su propia importancia como para creer que, quizás, habría alguien allí presente que tuviera algo de más valor para decir que lo que él estaba compartiendo.
¿Cómo se puede ser pastor, si uno no tiene disposición de escuchar a los demás? La única alternativa que veo es que uno se convierta en pastor «de plataforma», de esos que le hablan al pueblo, ¡pero no están con el pueblo! De hecho, este líder no era más que el director de un programa. No tenía las cualidades que hacen a un verdadero pastor.
Para aquella persona que ha sido llamada a trabajar con la vida de otros, es indispensable contar con la habilidad de escuchar a los demás. ¿Cómo podemos saber qué está pasando en la vida de nuestra gente, si no los escuchamos? ¿Cómo podemos enterarnos de sus cargas, sus luchas y sus aciertos, si no les damos espacio para hablar? ¿Cómo hemos de traerles la Palabra apropiada para sus circunstancias si no conocemos la realidad con la que viven y pelean cada día? La única manera es abriendo nuestros ojos y nuestros oídos para conocerlos.
Estar dispuestos a oir, sin embargo, tiene un precio. Tenemos que amarlos más a ellos que a nosotros mismos. Demasiados pastores están enamorados de sí mismos. Les gusta escuchar el sonido de sus propias voces, especialmente con un micrófono en la mano. Pero el pastor que es pastor de vocación, se deleita en estar con sus ovejas. Y cuando está con ellas, toma la iniciativa de acercarse para preguntarles cómo están. No es un mero formalismo, sino que genuinamente está interesado en saber qué está haciendo Dios en sus vidas. Dispone de su tiempo para escuchar no solamente con los oídos, sino también con el corazón, pues con el corazón se percibe la verdadera dimensión de las palabras. No está apurado, ni se distrae con otras cosas. Toda su postura le dice a la persona: «¡Me interesa tu vida! Quiero escuchar lo que tú tienes para decirme».
Esto requiere disciplina de nuestra parte, pues verdaderamente es más fácil hablar que escuchar. Pero, como dice el sabio Salomón, en las muchas palabras hay necedad. En lo que a mí respecta, yo desconfío del pastor que solamente sabe hablar.
Para pensar:
«Aunque el silencio ocasionalmente hace necesario la ausencia de palabras, siempre hace necesario el hábito de escuchar». R. Foster.
Tomado con licencia de:
Shaw, C. (2005) Alza tus ojos. San José, Costa Rica, Centroamérica: Desarrollo Cristiano Internacional.0000
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