Como ciudad sin defensa y sin murallas es quien no sabe dominarse. Proverbios 25.28 (NVI)
La defensa de una ciudad no era un asunto que simplemente le agregaba una cuota adicional de seguridad a sus habitantes. En los tiempos del rey Salomón, era una cuestión de vida o muerte pues, según la práctica de la época, las batallas y guerras entre los pueblos frecuentemente incluían el subyugar a las poblaciones mediante el saqueo de sus ciudades. En las ciudades se encontraban los centros de administración, comercio y distribución de alimentos. Los pobladores de la zona sabían también que podían encontrar en las ciudades el socorro y la protección que necesitaban frente a la llegada de un enemigo.
Típicamente una ciudad estaba rodeada de un muro. Los muros muchas veces tenían hasta siete metros de ancho y diez metros de altura. En la base del muro, se colocaban terraplenes inclinados, rellenos con pedregullo para dificultar los intentos de escalarlos. El terraplén, en algunos casos, terminaba en una fosa que imposibilitaba el cruce de los ejércitos que buscaban acercarse hasta los muros. Las ciudades tenían pocas entradas y estas estaban construidas con elaborados diseños que impedían el paso de grandes cantidades de personas a la vez. Sobre los muros existían aberturas desde las cuales el ejército defensor podía herir a los atacantes con flechas y otros mísiles. También, los muros contenían torres donde se concentraban mayor cantidad de soldados para la defensa de puntos estratégicos. Algunos historiadores afirman que una ciudad construida de esta manera podía, en ocasiones, resistirse durante años a un estado de sitio.
¿Cuál era el propósito de esta defensa? Evitar que el ejército atacante entrara en la ciudad y arrasara con todo lo que encontrara en el camino. Una vez tomada una ciudad, sus edificios eran destruidos, sus habitantes eran tomados prisioneros y sus pertenencias pasaban a ser parte del botín de guerra del ejército conquistador. Como ciudad dejaba de tener utilidad alguna.
Así, dice el autor de Proverbios, es el hombre que carece de dominio propio. Piense en la persona que no sabe callarse. Vive rodeado de pleitos y controversias, y se enreda en todo tipo de dificultades, porque no sabe guardar silencio en el momento oportuno. Piense en la persona que no sabe decirle que no a los pedidos que otros le hacen. Pierde control de su propia vida y se pasa el tiempo tratando de satisfacer las demandas de todos los que se le cruzan por el camino. Piense en la persona que no sabe disciplinarse en la comida. Pierde su buen estado de salud y comienza a adquirir un peso en desproporción a su estatura, sufriendo todas las complicaciones propias de la obesidad. Piense en la persona que no puede resistirse a las seductoras invitaciones del pecado. Pierde su santidad y se hunde en todo tipo de prácticas que debilitan profundamente su vida espiritual.
Para pensar:
Tener dominio propio es saber tomar las medidas necesarias para cuidar y proteger los recursos que hemos recibido del Señor. Es poseer la disciplina para resistirse a los impulsos naturales de la carne. Es una decisión que, en el momento parece innecesaria, pero que produce un fruto precioso en el futuro. Todo líder debe estar ejercitado en el dominio propio.
Shaw, C. (2005) Alza tus ojos. San José, Costa Rica, Centroamérica: Desarrollo Cristiano Internacional.
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