Entusiasmos pasajeros

Mientras estaba en Jerusalén, en la fiesta de la Pascua, muchos creyeron en su nombre al ver las señales que hacía. Pero Jesús mismo no se fiaba de ellos, porque los conocía a todos; y no necesitaba que nadie le explicara nada acerca del hombre, pues él sabía lo que hay en el hombre.( Juan 2.23–25)

Esta visita a Jerusalén probablemente se produjo en el primer año de ministerio de Jesús, un año acompañado de un crecimiento vertiginoso en su popularidad. Donde quiera que iba el Hijo del Hombre lo acompañaban las señales y los prodigios que atraían cada vez más a las multitudes. Su paso por Jerusalén tuvo esta misma característica, con un resultado predecible: «muchos creyeron en su nombre». El evangelista agrega un pequeño comentario, no obstante, para aclarar qué era lo que los había movido a creer en el Cristo: eran, precisamente, estas mismas señales.

Quizás sea por la monotonía de nuestras vidas que las manifestaciones sobrenaturales y lo sensacional nos llaman tanto la atención. Donde existen milagros también encontraremos multitudes de curiosos. A estos se agregarán otros que están dispuestos a trabajar para retener y perpetuar lo milagroso. Todos ellos, sin embargo, estarán movidos, mayormente, por ese asombro frente a lo diferente que tiene muy poco que ver con la fe y las cosas de la vida espiritual. Es el mismo asombro y entusiasmo que tantas veces acompañan nuestras propias experiencias de «creer». Nos gustó la elocuencia del que predicó, o nos conmovió la particular combinación de canciones que tocaron los músicos, o nos sentimos movidos por el emotivo testimonio de alguno que compartió su experiencia con la congregación. No hemos de dudar por un instante que Dios puede usar todas estas cosas para tocar nuestros corazones. Debemos aclarar, sin embargo, que la mayoría de estas reacciones no son espirituales, sino emocionales. La convicción resultante tiene poco poder para cambiar la vida. Lamentablemente, si nuestra convicción no produce transformación, su valor para la eternidad es muy escasa.

Cristo no se fiaba de ellos porque sabía que gran parte de estas reacciones no estaban basadas en una genuina convicción espiritual. Conocía la realidad del corazón del hombre; lo que hay allí no cede con decisiones tomadas en un momento de euforia. Cede, más bien, cuando hay un profundo quebrantamiento por parte de Dios que produce apertura a su obra purificadora en nosotros.

Considere en cuántas cosas creemos, que no alteran en nada nuestro comportamiento. Pocos dudan de la importancia de una buena dieta, acompañada de moderación a la hora de comer. Es difícil encontrar quienes la practican. La mayoría de nosotros sabemos lo fundamental que es el descanso. Son muy pocos los líderes en el ministerio que lo practican. Los que tenemos un ministerio de enseñanza sabemos lo fundamental que es la buena preparación. ¿Cuántos, sin embargo, realmente le dedicamos el tiempo necesario? En todo esto queda revelado que nuestras convicciones muchas veces no afectan nuestro comportamiento. No ha de sorprendernos, entonces, que a Jesús no lo conmovían las decisiones de euforia que veía a su alrededor.

Para pensar:

El acento en la vida tiene que estar en los cambios que se producen en nuestra manera de vivir. Cuando se producen cambios podemos tener la certeza de que la decisión fue espiritual.




Shaw, C. (2005) Alza tus ojos. San José, Costa Rica, Centroamérica: Desarrollo Cristiano Internacional.

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