También decís: «¡Ay, que fastidio!» Y con indiferencia lo despreciáis -dice el Señor de los ejércitos- y traéis lo robado, o cojo, o enfermo; así traéis la ofrenda. ¿Aceptaré eso de vuestra mano? -dice el Señor. Malaquías 1.13 (LBLA)
Existen muchas condiciones en el ser humano que son difíciles de revertir. Cada uno de nosotros tenemos una obstinada tendencia a insistir en lo malo, aun cuando hemos comprobado fehacientemente que el camino por el cual estamos andando solamente produce angustia, dolor y tribulación. De todas las condiciones que pueden instalarse en lo profundo del corazón humano, sin embargo, ninguna es tan difícil de revertir como la indiferencia.
La indiferencia es ese estado donde nos ha dejado de interesar algo. Es posible que en otros tiempos existiera por determinado proyecto, sueño o individuo una pasión y un compromiso que desbordaba nuestro ser y contagiaba a otros el mismo sentir. Con el pasar del tiempo, sin embargo, los abatares de la vida, las desilusiones con las personas o simplemente la imposibilidad de ver realizados los sueños, lentamente fueron apagando nuestra pasión. Eventualmente se instaló en nuestro corazón una actitud de desinterés absoluto. Y si apareciera, como por arte de magia, la posibilidad de lograr lo que en otro tiempo tanto anhelábamos, ya no produciría en nosotros la más mínima demostración de entusiasmo. Hemos llegado al peor de los estados humanos: la muerte en vida.
La indiferencia muchas veces es el resultado de la frustración prolongada. Es decir, con el pasar de los años hemos comprobado que nuestros mejores esfuerzos no producen ningún cambio, ni afectan el rumbo de las cosas. En las épocas de fervor y pasión poseíamos una convicción de que no había nada que no pudiéramos lograr si invertíamos todo nuestro entusiasmo y energía en eso. Pero las cosas no cambiaron, los resultados no se dieron, los sueños no se materializaron. Llegamos a la conclusión de que no importa qué es lo que hagamos, todo seguirá igual. ¿Para qué seguir perdiendo el tiempo?
La indiferencia muchas veces también se instala en el ministerio. Creíamos que nuestra pasión y devoción iban a ser los ingredientes claves para llevar adelante la tarea que se nos encomendó. Con el pasar de los años, no obstante, no desarrollamos ese ministerio exitoso con el cuál soñábamos, ni tampoco creció nuestra congregación como estábamos esperando. Se instaló en nosotros primero la desilusión y, luego, una actitud cínica. Comenzamos, entonces, a conducir el ministerio en «piloto automático», realizando las actividades, pero dejando afuera el corazón.
Comprobar que no somos nosotros los que movemos las cosas en el reino es una lección saludable para todo ministro. Es por el accionar de Dios que se produce vida, y vida en abundancia. Cuando un líder llega a la convicción profunda que «si el Señor no obra, en vano trabajan los obreros», está en óptimas condiciones para participar de los proyectos de Dios. Habrá dejado de confiar en sus propias habilidades, pasiones e impulsos, para depositar toda su confianza en su Padre Celestial. ¡Esto sí que es un estado deseable de lograr!
Para pensar:
«El corazón del hombre se propone un camino, pero Jehová endereza sus pasos» (Pr 16.9).
Tomado con licencia de:
Shaw, C. (2005) Alza tus ojos. San José, Costa Rica, Centroamérica: Desarrollo Cristiano Internacional.
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