Cuando llegó a Simón Pedro, este le dijo: Señor, ¿tú me lavarás los pies? Respondió Jesús y le dijo: Lo que yo hago, tú no lo comprendes ahora, pero lo entenderás después. Pedro le dijo: No me lavarás los pies jamás. (Juan 13.6–8)
La verdadera humildad es difícil de describir. Tiene que ver con un concepto justo de uno mismo. No consiste solamente en esto, sin embargo, es producto de un mover del Espíritu de Dios, y como tal retiene ciertos rasgos misteriosos. Lo que sí podemos afirmar es que hay aparentes actitudes de humildad que no son más que la manifestación de un orgullo disfrazado.
Quizás por esta razón el gran escritor Robert Murray M´Cheyne exclamó: «Oh, quien me diera el poseer verdadera humildad, no fingida. Tengo razones para ser humilde. Sin embargo no conozco ni la mitad de ellas. Sé que soy orgulloso; sin embargo ¡no conozco ni la mitad de mi orgullo!»
No hay duda que los discípulos se sintieron completamente descolocados por la acción de Cristo al lavar sus pies. Esta era una labor que debería haber realizado el siervo de la casa. ¿Cómo no se les ocurrió a alguno de ellos hacerlo? Seguramente más de uno se sintió avergonzado por su propia falta de sensibilidad.
Solamente Pedro se atrevió a decir algo: «No me lavarás los pies jamás», y creemos oir en sus palabras una genuina actitud de humildad. Miremos con más cuidado, sin embargo. ¿Qué clase de humildad es esta, que le prohíbe al Hijo de Dios hacer lo que se ha propuesto hacer? La falta de discernimiento en las palabras del discípulo son tiernamente corregidas por el Maestro. Al entender lo que le está diciendo, Pedro se va al otro extremo: «Señor, no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza».
¿Observó usted lo que acaba de ocurrir? Una vez más, Pedro le está dando instrucciones a Jesús acerca de la forma correcta de hacer las cosas. ¡Esto sí que es orgullo! Sin embargo, a primera vista creíamos estar frente a una persona realmente sumisa y humilde.
Lo sutil de esta situación debe servirnos como advertencia. La humildad es más difícil de practicar de lo que parece. Nuestro propio esfuerzo hacia la humildad es limitado por el constante engaño de nuestro corazón. Aun las actitudes que aparentemente son espirituales pueden tener su buena cuota de orgullo. Por esto, necesitamos que Dios la produzca y manifieste en nuestras vidas.
La escena de hoy nos deja en claro una simple lección: necesitamos desesperadamente que el Señor trabaje en lo más profundo de nuestro ser, para traer a luz todo aquello que le deshonra. Debemos tener certeza que el orgullo será un enemigo al acecho permanente de nuestras vidas. ¡Por cuánta misericordia debemos clamar cada día!
Para pensar:
Medite en la sabiduría de esta observación: «El verdadero camino a la humildad no es achicarte hasta que seas más pequeño que ti mismo; es colocarte, según tu verdadera estatura, al lado de alguien de mayor estatura que la tuya, para que compruebes ¡la verdadera pequeñez de tu grandeza!» Felipe Brooks.
Tomado con licencia de:
Shaw, C. (2005) Alza tus ojos. San José, Costa Rica, Centroamérica: Desarrollo Cristiano Internacional.
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