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Guardar la unidad

Yo pues, preso en el Señor, os ruego que andéis como es digno de la vocación con que fuisteis llamados: con toda humildad y mansedumbre, soportándoos con paciencia los unos a los otros en amor, procurando mantener la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz. (Efesios 4.1–3)

Con frecuencia escucho en ámbitos eclesiásticos frases tales como: «debemos procurar la unidad; hay que hacer actividades que fomenten la unidad; necesitamos acercarnos a otras congregaciones para cultivar la unidad…». Tales expresiones delatan la convicción de que somos capaces de producir la unidad entre los hijos de Dios. El pasaje de hoy nos anima a guardar la unidad. No se puede guardar algo que no existe. De manera que nos exhorta a preservar algo que ya es parte de la realidad de la iglesia, no a buscar las formas de crear algo que aún no se ha establecido.

«¡Un momento!», me dice usted. «¿Cómo podemos hablar de la unidad de la iglesia, cuando existen tantas divisiones, discusiones y peleas entre los que son de la casa de Dios?»

Observe por un momento la exhortación sobre la cual estamos reflexionando. Incluye palabras tales como humildad, mansedumbre, soportarse y ser pacientes unos con otros. Estas no son frases que hablan de un trabajo de construcción, sino más bien actitudes necesarias para no ser responsables de quebrar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz.

El hecho es que la unidad no es algo natural en nosotros, sino algo sobrenatural. Por esta razón, es del Espíritu. No podemos producirla, ni fomentarla. Solamente podemos disfrutarla como una manifestación de la presencia de Dios entre nosotros. Podemos ser uno, porque el Padre, el Hijo y el Espíritu son una perfecta unidad. Al estar unidos a ellos, por medio del Hijo, la unidad se transmite a su pueblo.

¿Qué es lo que podemos hacer nosotros? Solamente quebrar la unidad. Esto lo hacemos con actitudes de soberbia, altivez, egoísmo e impaciencia. Por esto, el camino apropiado para restaurar la unidad no es el de los proyectos que la van a producir, sino el del arrepentimiento. La unidad se preservaría, de no ser por nuestras actitudes incorrectas. Para que pueda manifestarse en toda su plenitud, debemos hacer a un lado las tendencias individualistas que nos son naturales para dejar que ese espíritu de amor y mansedumbre que es propio del Señor comience a trabajar en nuestros corazones.

Cabe señalar que la unidad es una condición espiritual, no mental. Entre nosotros muchas veces se entiende a la unidad como «uniformidad»; es decir, que todos pensemos de la misma manera, y hagamos las mismas cosas. Con esto en mente, organizamos eventos masivos y animamos a la congregación a participar, para «mostrar la unidad de la iglesia». Esta es la unidad que quería imponer la iglesia de Jerusalén sobre Pablo y Bernabé: todos dedicados a una sola tarea. Este tipo de unidad no admite diferencias. Más la verdadera unidad del Espíritu permite que un Padre, un Hijo y un Espíritu convivan en perfecta armonía, aunque son enteramente diferentes el uno del otro.

Para pensar:

«La unidad en Cristo no es algo que debemos lograr, sino algo que debemos reconocer». A. W. Tozer.

Shaw, C. (2005) Alza tus ojos. San José, Costa Rica, Centroamérica: Desarrollo Cristiano Internacional.

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