Por tanto, id y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. (Mateo 28.19)
En el devocional de ayer meditábamos sobre la palabra «ir», que no es un mandamiento. El mandamiento en la Gran Comisión es hacer discípulos. Bien podría traducirse el versículo de la siguiente manera: «Mientras van por la vida, dedíquense a hacer discípulos en todas las naciones…».
Resulta un tanto cómico que la iglesia ha convertido en mandamiento lo que no es y en opción lo que es un mandamiento. De esta manera hemos producido una situación donde un puñado de personas trabaja incansablemente para lograr lo que todo el cuerpo de Cristo debería estar haciendo.
No es casualidad que el imperativo se encuentre en la palabra «hacer». Nos ayuda a tomar conciencia de que un discípulo no se forma solo. Cuando alguien se convierte, no es discípulo. Debe ser formado y capacitado para convertirse en discípulo. Para esto se necesita la clase de compromiso que había asumido Pablo, quien afirmaba que su ministerio consistía en anunciar a Cristo Jesús, «amonestando a todo hombre, y enseñando a todo hombre en toda sabiduría, a fin de presentar perfecto en Cristo Jesús a todo hombre. Para esto también trabajo, luchando según la fuerza de él, la cual actúa poderosamente en mí». (Col 1.28–29) Observe que el trabajo de formación consistía al menos en tres actividades: anunciar, amonestar y enseñar.
Nos es suficiente con recorrer las páginas de los evangelios para ver que la tarea de hacer discípulos no se logra con un curso de tres semanas. Jesús convivió con los doce y los hizo partícipes de la mayoría de sus experiencias. Le escucharon predicar y lo vieron sanar. Lo oyeron debatiendo con los fariseos y lo observaron expulsando demonios. Lo acompañaron mientras caminaba y conocieron sus frecuentes ausencias para estar a solas con el Padre. Todo esto era parte de la valiosa tarea de formarlos como discípulos.
Queda claro que la formación de un discípulo es el resultado de un compromiso profundo por parte del discipulador. Debemos estar dispuestos a caminar juntos, a luchar por ellos, a perseverar en la tarea de formarlos hasta que Cristo sea claramente visible en sus vidas. Requiere de un pacto y un sacrificio de nuestra parte. Cuando no existe este compromiso, terminamos incorporando a la iglesia personas cuya experiencia cristiana va a consistir, mayormente, en observar lo que otros hacen, mientras ellos se limitan a asistir a reuniones en señal de su compromiso con Jesús.
¡Dios los ha llamado a mucho más que esto! Es nuestra responsabilidad trabajar incansablemente para que alcancen su máximo potencial en Cristo. Es un trabajo sacrificado. Pero no existe en la iglesia otra actividad que le dé al líder tantas satisfacciones como la de hacer discípulos.
Para pensar:
Como líderes corremos siempre el peligro de ministrar a todos e invertir en nadie. Confiados de que nuestro trabajo con toda la congregación producirá su fruto, evitamos el compromiso de trabajar profundamente en la vida de unos pocos. Esta es, sin embargo, la inversión más productiva que podemos hacer. Todo líder debe poder nombrar, sin tener que pensar mucho, a las cinco o seis personas a quienes está discipulando personalmente.
Tomado con licencia de:
Shaw, C. (2005) Alza tus ojos. San José, Costa Rica, Centroamérica: Desarrollo Cristiano Internacional.
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