Entonces dijo Isaías a Ezequías: Oye palabra de Jehová de los ejércitos: «He aquí vienen días en que será llevado a Babilonia todo lo que hay en tu casa, lo que tus padres han atesorado hasta hoy; ninguna cosa quedará, dice Jehová. De tus hijos que saldrán de ti y que habrás engendrado, tomarán, y serán eunucos en el palacio del rey de Babilonia». Y dijo Ezequías a Isaías: La palabra de Jehová que has hablado es buena. Y añadió: A lo menos, haya paz y seguridad en mis días. (Isaías 39.5–8)
Existen dos desafíos puntuales que nos enfrentan en relación a la Palabra de Dios. El primero de ellos es recibirla. Pareciera que mencionarlo es innecesario, pues esta necesidad es bien obvia y evidente para todos los que desean caminar en rectitud delante de él. No obstante, existe una gran diferencia entre entender que necesitamos su Palabra y experimentar día a día que el Señor le habla a nuestra vida.
El desafío de recibir la Palabra es grande porque todos nosotros estamos ocupados e inmersos en nuestras actividades cotidianas. Para que él nos hable, es necesario que cese -aunque no sea más que por un momento- el bullicio y el movimiento de nuestras vidas. Es difícil hablarle a quien está concentrado en otras cosas. Pero aun cuando cesan nuestras actividades, no tenemos garantía de nuestra capacidad de escucharlo. En nuestro interior también existe un incesante movimiento de las muchas cosas que estimulan nuestros pensamientos y alimentan nuestra preocupación. Por eso es imprescindible que adquiramos la disciplina de aquietar nuestros espíritus. El silencio y el oído atento son condiciones indispensables para poder escuchar al Señor.
Si logramos acallar nuestra alma para recibir con mansedumbre la Palabra habremos ganado la mitad de la batalla. Ahora se nos presenta un nuevo desafío: entender qué significa lo que hemos escuchado. Y es aquí donde frecuentemente nos desviamos de la verdad, pues le damos a la Palabra una interpretación enteramente favorable a nuestra situación personal. El deseo de escuchar del Señor sólo lo que es dulce a nuestros oídos es fuerte en cada uno de nosotros. Las interpretaciones convenientes le salvarán a nuestro espíritu esos momentos de incomodidad cuando la Palabra penetra hasta las profundidades del ser.
Ninguno de nosotros hemos tenido la bendición de que un profeta de la estatura de Isaías venga a proclamarnos la Palabra de Dios. El rey Ezequías, un hombre temeroso de Dios, tuvo este privilegio. Por medio del profeta le fue anunciado que todas sus posesiones, junto a sus hijos, serían llevados a Babilonia. Para un rey sumamente preocupado por las crecientes hostilidades con Asiria, esto sonaba a una alianza estratégica con el país que mejor los podía proteger. Se abrazó a la Palabra y dijo con alegría: «¡esta Palabra es buena!»
¡Qué equivocado estaba en su interpretación! El mensaje del profeta no anunciaba otra cosa que la destrucción de Jerusalén y el cautiverio para el pueblo de Israel. La lección, para nosotros, es clara. Seamos precavidos a la hora de proclamar el significado de su Palabra.
Para pensar:
El problema principal en la interpretación es creer que hay una sola interpretación posible de lo que se ha dicho. Tenga cuidado con esas interpretaciones en las que todo es acomodado a la conveniencia del intérprete. La palabra de Dios usualmente nos incomoda.
Shaw, C. (2005) Alza tus ojos. San José, Costa Rica, Centroamérica: Desarrollo Cristiano Internacional.
Comentarios
El gran desafío que todos tenemos primeramente es escuchar la Palabra de Dios. Para eso necesitamos dejar de escuchar por un momento todas las demás voces (externas e internas) y concentrarnos en escuchar la Voz de Dios.
El segundo desafío, luego de escuchar la Palabra, es interpretarla correctamente. No según nuestra conveniencia, sino según el propósito de Dios.
“Señor, ayudanos a escuchar e interpretar bien tu Palabra, para obedecerte con fidelidad”. Amén ! 🙏🏻