La disciplina de Dios

Porque el Señor al que ama, disciplina, y azota a todo el que recibe por hijo. (Hebreos 12.6)

El tema de la disciplina es algo que nos cuesta entender, especialmente porque estamos muy condicionados por la cultura en la cual vivimos. En muchos ámbitos educativos se ha descartado cualquier tipo de disciplina hacia los estudiantes, porque se considera que el daño emocional de una disciplina impuesta es irreparable. Influenciados por esta filosofía humanista, muchos padres cristianos han claudicado frente a la responsabilidad de disciplinar a sus hijos para criarlos en el temor de Dios. Por otro lado, en nuestra cultura latina no es inusual encontrarnos con padres que son exageradamente violentos en la forma de disciplinar a sus hijos, usando el momento de la disciplina para descargar frustraciones e ira acumulada. ¡No hace falta señalar que en estas circunstancias la disciplina deja de tener utilidad para la vida del disciplinado!

En la reflexión de hoy nos interesa meditar en la disciplina como el resultado de un compromiso de amor hacia la persona disciplinada. Note, en primer lugar, que la disciplina y el amor no son incompatibles. Al contrario, el autor de Hebreos señala que una de las maneras en que conocemos el amor del Señor hacia nosotros es en la disciplina que trae sobre nuestras vidas. Esta aparente contradicción es más fácil de entender cuando no nos concentramos en el proceso de la disciplina, sino en el producto de dicha experiencia. La disciplina no se administra para obtener resultados a corto plazo. Es una inversión que producirá fruto a lo largo de muchos años. Quien disciplina con esta verdad en mente, sabe que lo desagradable del momento es necesario, para que en el futuro se vean los resultados positivos de las acciones tomadas. Esta es la perspectiva de la exhortación de Proverbios, cuando dice: «No rehuses corregir al muchacho, porque si lo castigas con vara, no morirá. Castígalo con vara y librarás su alma del seol» (23.13–14). ¡La administración de la disciplina tiene consecuencias relacionadas con la eternidad!

La persona disciplinada no es la única que se duele en la experiencia. El que disciplina también sufre. Si usted ha disciplinado en amor a un hijo, sabrá que el corazón de un padre o una madre sufre y se quebranta por tal acción. Experimentamos, además, desilusión por el comportamiento inapropiado que ha hecho necesaria la administración de la disciplina.

En este sentido podemos entender el dolor de nuestro buen Padre celestial cuando se hace necesario que nos discipline. Seguramente su corazón se carga de tristeza por nuestras acciones inapropiadas que lo motivan a disciplinarnos. Mas, por nuestro bien, no desiste de la disciplina. De la misma manera, nosotros que hemos sido llamados a formar a otros, debemos estar dispuestos a ejercitar la disciplina cuando sea necesario, con espíritu tierno pero firme. Es una parte esencial de nuestra labor pastoral, y no debemos descuidarla.

Para pensar:

«Es verdad que ninguna disciplina al presente parece ser causa de gozo, sino de tristeza; pero después da fruto apacible de justicia a los que por medio de ella han sido ejercitados» (Heb 12.11).

Tomado con licencia de:

Shaw, C. (2005) Alza tus ojos. San José, Costa Rica, Centroamérica: Desarrollo Cristiano Internacional.

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