La pleharia del peregrino

Peregrino soy en la tierra, no escondas de mí tus mandamientos. Salmo 119.19 (LBLA)

Nunca podemos dejar de asombrarnos frente a los conceptos que nos presenta la Palabra. Algunos de ellos, como el versículo de hoy, son increíblemente sencillos pero encierran una gran verdad.

El salmista, al presentarse delante de Dios, reconoce su verdadera condición en esta tierra: la de un peregrino. El diccionario de sinónimos nos presenta estos equivalentes para la palabra «peregrino»: emigrante, turista, andariego, viajante, excursionista. Es decir, un peregrino es alguien que se encuentra temporalmente en un lugar. No está donde reside habitualmente, sino que las circunstancias lo han llevado a otro territorio. Esta persona no tiene intención de permanecer allí más que por un tiempo.

Con esta simple descripción de la condición de peregrino nos podemos dar cuenta de la esencia del llamado de los que andan en Cristo. No tienen la intención de quedarse por largo tiempo en esta tierra. Como tales, viajan livianos y rápido, como el pueblo de Israel en el desierto, para que no se les pegue nada ni tengan que cargar con elementos innecesarios. Este cuadro, sin embargo, contradice la situación de muchos cristianos. El que nos observa de afuera no diría que estamos de paso. Al contrario, creería que nos hemos acomodado para quedarnos en este lugar mucho tiempo, acumulando toda clase de bienes para estar lo mejor posible.

La otra característica del peregrino es que, justamente por estar en una tierra que no es la suya, desconoce las costumbres y la cultura en la que se encuentra. Como lo sabe toda persona que alguna vez ha estado de paso en un país extraño, uno se siente profundamente inseguro y solo en medio de la cultura de esa nación. Necesita alguien que le acompañe, que le señale las costumbres, los lugares a visitar, y los comportamientos apropiados para cada ocasión. Si el peregrino desconoce el idioma, será como un niño que requiere de asistencia aun para las cosas más simples.

Esta dependencia absoluta lleva al salmista a elevar a Dios una plegaria: «no escondas de mí tus mandamientos». Es decir, si el guía no provee los mapas y las indicaciones necesarias, estará totalmente perdido en esta tierra, de la cual no es parte. Esto también es una buena imagen de nuestra situación en Cristo. Como cristianos deberíamos tener convicción de que no nos es posible avanzar siquiera un paso en este mundo si no recibimos instrucciones precisas de Aquel que conoce el camino. Tal convicción debería llevarnos a una profunda dependencia de él. Al igual que Moisés, nos sentiríamos obligados a exclamar cada día: «Si tu presencia no va con nosotros, no nos hagas partir de aquí» (Ex 33.15).

Por último, hemos de notar en la oración de David, que no puede obtener la Palabra por sí mismo. Al pedirle a Dios que «no esconda» su Palabra, está reconociendo que toda revelación de su voluntad es, en esencia, un acto de pura misericordia hacia nosotros. En esto también se afirma esa dependencia santa y buena en la bondad de Aquel que es nuestro guía en una tierra extraña y solitaria.

Para pensar:

«Si amáramos al mundo como Dios lo ama, no lo amaríamos de la manera que lo amamos». Anónimo.
Tomado con licencia de:

Shaw, C. (2005) Alza tus ojos. San José, Costa Rica, Centroamérica: Desarrollo Cristiano Internacional.0000

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