Mediciones sin valor

Porque no nos atrevemos a contarnos ni a compararnos con algunos que se alaban a sí mismos; pero ellos, midiéndose a sí mismos y comparándose consigo mismos, carecen de entendimiento. (2 Corintios 10.12) (LBLA)

En cierta ocasión, Jesús contó una parábola que, dice el evangelista, estaba destinada a las personas que confiaban en sí mismas como justas (Lc 18.9). En esa oportunidad, habló de un fariseo que, puesto en pie, oraba para sí de esta manera: «Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres…» Sin avanzar en la lectura del pasaje, ya detectamos algo errado en el planteo que hace este fariseo.

A sus ojos, lo que lo justificaba, era su propia conducta que, comparada a la de otros hombres, parecía ser excesivamente piadosa. Existen, sin embargo, dos errores fatales en su análisis. El primero es que la evaluación de su propia vida la realiza él mismo. Desconoce el principio que ningún hombre es capaz de conocer acertadamente la realidad de su propia vida. El salmista exclama: «¿Quién puede discernir sus propios errores?» (Sal 19.12). La respuesta está implícita en la pregunta: ¡nadie!

El segundo error está en compararse con otros hombres. Esto es algo muy propio de la cultura que nos rodea, un hábito que nos ha sido enseñado de muy pequeños. Nacimos compitiendo con nuestros hermanos, fuimos introducidos en un sistema educativo que perpetuó el sistema de competencia, y luego salimos a un mercado laboral donde la competencia pareciera un elemento indispensable para sobrevivir. Para poder avanzar en cada etapa creímos necesario saber continuamente cómo se comparaba nuestra vida con la de los demás.

El problema principal con la comparación es que nosotros escogemos con quien compararnos. Inevitablemente, las comparaciones las realizamos con aquellas personas que más favorablemente nos van a dejar parados. Para ver si somos generosos, nos comparamos con los que nunca dan. Para saber si somos pobres, nos comparamos con los que más tienen. Para ver si somos trabajadores, nos comparamos con los más holgazanes. De esta manera, las comparaciones nunca nos dejan un cuadro acertado del verdadero estado de nuestra vida.

Pablo afirma que los que han caído en comparaciones, carecen de entendimiento. La obra de cada uno tendrá que ser evaluada sola, sin más puntos de referencia que los parámetros eternos establecidos por Dios mismo. En el momento en que nos presentemos delante de su trono, no podremos señalar las debilidades de los demás para que nuestras propias flaquezas no parezcan tan importantes.

Es importante, entonces, que nosotros no seamos los protagonistas de nuestra propia aprobación, sino que permitamos que Otro haga una evaluación más acertada de nuestra persona.

Para pensar:

Pablo termina este pasaje con palabras que deben conducirnos hacia la reflexión: «Pero el que se gloría, gloríese en el Señor. No es aprobado el que se alaba a sí mismo, sino aquel a quien el Señor alaba» (2 Co 10.17–18). ¡Vivamos de tal manera que el Señor mismo sea el que nos alaba!

Shaw, C. (2005) Alza tus ojos. San José, Costa Rica, Centroamérica: Desarrollo Cristiano Internacional.

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