Otro nombre

José, un levita natural de Chipre, a quien también los apóstoles llamaban Bernabé (que traducido significa hijo de consolación). Hechos 4.36 (LBLA)

La costumbre de modificar el nombre de una persona, para que represente más fielmente la obra de Dios en su vida, acompañó siempre la relación del Señor con sus siervos. En Génesis, por ejemplo, Dios cambió el nombre de Abram por Abraham (Gn 17.5), porque lo había llamado a ser padre de muchedumbres. A Jacob le cambió el nombre por Israel (Gn 32.28), porque se había convertido en uno que gobierna como el Señor. De la misma forma, en el Nuevo Testamento, el ángel instruyó a María que le pusiera por nombre a su hijo, Jesús, porque este nombre simbolizaría la esencia de la misión que se le había encomendado. El mismo Jesús le cambió el nombre a Simón, para darle el nombre de Pedro (Mt 16.18), mostrando de esta manera que la obra transformadora del Espíritu convertiría al insignificante pescador en una roca dentro de la iglesia.

Detrás de esta costumbre parece haber un principio, y es que el Señor nos ve y considera según los propósitos espirituales que él tiene para nuestras vidas. Estos propósitos generalmente difieren dramáticamente con los caminos que, como seres humanos, hemos escogido para nuestra existencia terrenal. De manera que estos nombres «espirituales» reflejan lo que en verdad somos con mucha mayor fidelidad que los nombres que escogieron para nosotros nuestros padres.

Dentro de este marco resulta interesante que la iglesia del primer siglo también modificara algunos nombres. Al hombre llamado José, los apóstoles llamaron Bernabé, que significa hijo de consolación. Por lo que podemos observar en el relato del libro de Hechos, esta era una característica sobresaliente en la vida de este siervo de Dios. Fue el hombre que se encargó de buscar a Pablo para presentarlo en Jerusalén, el que fue enviado a Antioquía para apaciguar los ánimos y el que recogió a Juan Marcos luego de que Pablo lo descartara para un futuro ministerio.

El valor de esta reflexión no está en que debemos cambiar nuestros nombres, pero vale la pena reflexionar sobre el siguiente punto: si Dios fuera a cambiar nuestro nombre, para que refleje más fielmente la obra que está deseando realizar en nosotros, ¿que nombre nos pondría? Más allá de esta pregunta, sin embargo, podemos resaltar el contraste entre esta costumbre bíblica y la costumbre de los hombres, de darle apodos a las personas, casi exclusivamente por aquellas características sobre las cuales la persona tiene poco o ningún control: flaco, gordo, negro, narisón, tuerto, polaco, ruso, etcétera. Estos apodos rara vez engrandecen a la persona, más bien expresan desprecio.

Para pensar:

Entre los de la familia de Dios, no debe ser así. Debemos cultivar la capacidad de ver la realidad espiritual que el Señor está llevando a cabo en la vida de aquellos que son nuestros hermanos y hermanas en Cristo. Al percibirlo podremos animar a la persona y cooperar con esa obra de gracia. Somos habitantes de otro reino, y nuestras relaciones lo deben reflejar.




Shaw, C. (2005) Alza tus ojos. San José, Costa Rica, Centroamérica: Desarrollo Cristiano Internacional.

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