Sadrac, Mesac y Abed-nego respondieron al rey Nabucodonosor, diciendo: No es necesario que te respondamos sobre este asunto. Nuestro Dios, a quien servimos, puede librarnos del horno de fuego ardiente; y de tus manos, rey, nos librará. Y si no, has de saber, oh rey, que no serviremos a tus dioses ni tampoco adoraremos la estatua que has levantado. (Daniel 3.16–18)
¡Qué fácil nos resulta leer esta historia, sentados en la comodidad de nuestra casa y conociendo de antemano cómo fue el desenlace! Nuestra tendencia triunfalista nos lleva a creer que todas las historias terminan de manera espectacular cuando afirmamos nuestra fidelidad hacia Dios. Mas luego recordamos a Esteban, a Hus, a Bonhoeffer, o a Nee, para mencionar solamente a algunos de los muchos que pagaron con la vida su postura de fe.
No obstante, los tres audaces protagonistas del texto sobre el cual hoy reflexionamos nos dejan una importante lección acerca de nuestra postura en tiempos de persecución. Cabe aclarar que esta persecución no necesita ser tan dramática como la de Sadrac, Mesac y Abed-nego. De muchas maneras diferentes nos enfrentamos, día a día, a las mismas presiones que estos varones. No debemos dudar por un instante que las mismas fuerzas malignas buscan moldearnos a la imagen de lo que es aceptado por este mundo. Puede ser la presión de no pagar impuestos, de hacer trampa en un examen, de colaborar en algún proyecto deshonesto en el trabajo, o de ceder frente a las filosofías predominantes de estos tiempos.
Los tres israelitas se valieron de dos argumentos para responderle a Nabucodonosor. El primero, descansaba sobre una convicción profunda y radical de que Dios era el que iba a determinar su futuro, no el rey de Babilonia. Esta es la misma postura que adoptó Cristo frente a Pilato, quien pretendía convencerle de que tenía autoridad para hacer con él como quisiera. Mas Jesús le respondió: «Ninguna autoridad tendrías contra mí si no te fuera dada de arriba; por tanto, el que a ti me ha entregado, mayor pecado tiene» (Jn 19.11). Es decir, los hijos de Dios, en la hora de la prueba, no ceden frente a la tentación de creer que la situación en la que se encuentran está más allá del control del Altísimo. Saben que, aun en situaciones de las más atroces manifestaciones de maldad, existe un Dios soberano sin cuya autoridad no puede moverse nadie, ni siquiera el más malvado.
Los tres valientes de nuestra historia también se aferraban a una segunda convicción, y es que los hijos de Dios han sido llamados a una vida de obediencia incondicional. Frente a situaciones donde peligra aquello que garantiza su bienestar personal no dudan de escoger el camino de la lealtad hacia lo que es justo y bueno delante del Santo. En esto no permiten que su obediencia sea condicionada por ninguna circunstancia ni tampoco por ningún hombre. Ante tal postura se abren a la posibilidad de ver las más increíbles manifestaciones de gracia. En este caso, salieron ilesos del fuego. En el caso de Esteban, mientras moría vio el destino final de su fidelidad: los brazos de Aquel a quien no estaba dispuesto a negar.
Para pensar:
La palabra final, en toda historia humana, la tiene Aquel en cuyas manos esta escondida la vida misma.
Tomado con licencia de:
Shaw, C. (2005) Alza tus ojos. San José, Costa Rica, Centroamérica: Desarrollo Cristiano Internacional.0000
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