No os engañéis; Dios no puede ser burlado, pues todo lo que el hombre siembre, eso también segará, porque el que siembra para su carne, de la carne segará corrupción; pero el que siembra para el Espíritu, del Espíritu segará vida eterna. (Gálatas 6.7–8)
La analogía de la siembra, tomada del mundo de la agricultura, pierde fuerza en nuestro medio porque la mayoría de nosotros vivimos dentro de las grandes urbes, alejados de esta realidad. Provee, sin embargo, una excelente ilustración de los principios que gobiernan la vida espiritual. En el texto de hoy, podemos destacar al menos dos verdades que son de suma importancia.
En primer lugar, existe un principio inviolable en lo que a cultivo de la tierra se refiere: lo que la persona pone en la tierra es lo que cosechará más adelante. Ningún agricultor siembra trigo esperando que, en el día de la cosecha, vaya a obtener manzanas. Si echó a la tierra semillas de trigo, lo que podrá cosechar es solamente trigo. Esta verdad gobierna también, en forma absoluta, la vida espiritual. Lo que sembramos es lo que vamos a cosechar. Es decir, si sembramos crítica, condena, o legalismo, lo que cosecharemos será, precisamente, crítica, condena o legalismo.
Es en este punto que debemos detenernos, como líderes, a reflexionar por un instante. Con frecuencia percibo que, como pastores, estamos ansiosos por cosechar aquello que no sembramos. Me pregunto, frente a una ley tan sencilla y clara, ¿cómo es que podemos ser tan inocentes? Si no cultivamos un compromiso claro con nuestra gente, ¿cómo es que pretendemos que ellos estén comprometidos con nuestra persona? Si nosotros, como pastores, no nos tomamos el tiempo para escucharlos y amarlos, ¿cómo es que ahora pretendemos que ellos sean una comunidad de personas compasivas y amorosas? Si nosotros no nos tomamos el tiempo para formar líderes, ¿cómo es que hoy nos lamentamos porque no tenemos ningún líder en nuestra congregación? Si no sembramos líderes, no podemos pretender que «mágicamente» aparezcan líderes en nuestro medio. Esta ley gobierna todos los aspectos de la vida y, por esta razón, el apóstol nos advierte solemnemente: «Dios no puede ser burlado». Es decir, no podemos caer en la trampa de creer que el Señor no vio lo que sembramos y que, por eso, nos va a dar otro fruto del que realmente debería darnos.
Una segunda realidad en esta analogía es que nunca se cosecha, al instante, lo que uno ha sembrado. Es importante notar este detalle, porque es precisamente esto lo que nos lleva a darle poca importancia a nuestras acciones. La persona que está acostumbrada a trabajar la tierra sabe que, por un período de varios meses, no verá ningún fruto de su trabajo. De la misma manera, cuando sembramos en la carne, no aparece un ángel a reprendernos, ni cae del cielo un rayo que señala el juicio de Dios. Todo sigue igual. Y es este estado el que nos lleva a pensar que nuestras acciones no tienen importancia. Pero el agricultor, cuando siembra, no está pensando en el presente, sino en el futuro. El hombre sabio, en el reino, entiende que sus acciones hoy tienen consecuencias para el mañana y, por esta razón, es cuidadoso en el presente.
Para pensar:
«No nos cansemos, pues, de hacer bien, porque a su tiempo segaremos, si no desmayamos» (Gl 6.9).
Tomado con licencia de:
Shaw, C. (2005) Alza tus ojos. San José, Costa Rica, Centroamérica: Desarrollo Cristiano Internacional.0000
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