Unción

El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón, a pregonar libertad a los cautivos y vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos. (Lucas 4.18)

Dentro de nuestra cultura existe una firme convicción de que la forma en que hacemos las cosas es la que determina el éxito o el fracaso de un emprendimiento. Cuando las cosas no han funcionado analizamos minuciosamente lo que hemos hecho para ver en qué paso nos equivocamos. Para los que formamos parte de la iglesia, esta mentalidad se traduce en interminables seminarios y talleres donde «aprendemos» cuáles son los pasos para lograr determinados resultados en nuestras congregaciones. Un ejemplo típico de esto es la euforia que existe en estos días por todo lo que sea células. Proliferan por doquier multitud de maestros que se dedican a explicar los procesos y pasos necesarios para llegar a tener una iglesia de proporciones multitudinarias. Un sinfín de líderes que asisten a estas clases implementan con fidelidad lo aprendido, sin obtener los resultados prometidos.

Nuestra reflexión de hoy nos lleva a pensar en el tema de la «unción». El pasaje que leyó Cristo en una sinagoga en Nazaret, menciona una larga lista de actividades que se le habían encomendado: dar, sanar, pregonar, poner en libertad, etcétera. Todo esto tiene que ver con la implementación práctica del ministerio. La clave, no obstante, no está en las actividades sino en el Espíritu que unge, el respaldo que Dios le da al que está detrás del ministerio. Dos pastores pueden realizar exactamente las mismas actividades en sus congregaciones. En una de ellas, sin embargo, no hay ningún resultado visible a los esfuerzos del líder. En la otra, si los hay. ¿Dónde radica la diferencia? En la unción del que sirve.

¿En qué consiste esta unción? Algunos grupos nos han querido convencer de que ellos son los poseedores de esta unción y que se la pueden pasar a quienes ellos escojan. Otros, que le dan una acepción mucho más suelta al concepto, llaman «ungido» a todo el que se pone de pie para enseñar o predicar. Es evidente, sin embargo, que la unción no es algo que manejan los hombres, sino algo que otorga Dios. La unción era, en la historia bíblica, un rito por el cual una persona o cosa era apartada para un servicio especial. En el caso de reyes y profetas, la unción era acompañada por una visitación del Espíritu que capacitaba a la persona para la tarea a la cual había sido llamada.

Esta capacitación divina es la que tanto nos falta en nuestros ministerios. Poseemos el «método», pero nos falta el motor, que es el mover del Espíritu. Al igual que los discípulos con el muchacho epiléptico, el error no está en la manera que ministramos, sino en nuestra falta de oración y ayuno.

Para pensar:

Esta autoridad divina es visible en la vida de hombres y mujeres que tienen gran intimidad con Dios. No hay atajos para esto. La iglesia gime por una nueva generación de ministros cuya credencial no es que saben trabajar, sino que conocen lo que es la comunión íntima con el Padre. ¡Sobre los tales descansará la unción de lo Alto!

Tomado con licencia de:

Shaw, C. (2005) Alza tus ojos. San José, Costa Rica, Centroamérica: Desarrollo Cristiano Internacional.

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