Cuando Pedro entró, salió Cornelio a recibirlo y, postrándose a sus pies, lo adoró. Pero Pedro lo levantó, diciendo: Levántate, pues yo mismo también soy un hombre. (Hechos 10.25–26)
El ministerio normalmente nos ubica en los lugares públicos y visibles de la iglesia, porque nuestra vocación es servir a las personas. Muchas de ellas están necesitadas. Vienen a consultarnos para que les orientemos frente a las decisiones importantes de la vida. Cuando están atribuladas, buscan de nosotros el consuelo y la comprensión para sobrellevar la tristeza del momento. En los momentos de confusión acuden a nosotros para que les ayudemos a interpretar el obrar del Señor en sus vidas. Otros nos buscan porque encuentran en nosotros una expresión sincera del amor de Dios.
Todo esto nos pone en una posición de autoridad con respecto a la vida de las personas a quienes ministramos. Somos tratados con respeto. No pocos sienten profunda gratitud por la ayuda que les hemos podido dar en el momento oportuno. Frente a esta actitud de sumisión y aprecio aparece también uno de los grandes peligros del ministerio: comenzar a creer que somos poseedores de alguna cualidad especial que nos distingue de los demás. Perdemos de vista que los frutos que estamos viendo son el resultado de los dones y la gracia que Dios ha derramado en nosotros. Caemos en una falsa estimación de nuestro propio valor. Esto, a su vez, nos lleva a un orgullo que le quita eficacia al ministerio al que hemos sido llamados.
Recuerdo con tristeza a un pastor cuyo ministerio creció notablemente en nuestro país. Ahora, él se mueve a todos lados rodeado de guardaespaldas. De ser un pastor de personas se ha convertido en un maestro de ceremonias para reuniones. Ahora no se le puede ver más que arriba de la plataforma. ¡Con cuánta facilidad caemos presa de nuestra propia vanidad!
Cornelio también estaba necesitado. Le llegaron noticias que, nada más ni nada menos, uno de los apóstoles iba a visitarlo. Cuando Pedro entró en su casa asumió una postura absolutamente inadmisible para cualquier ser humano: lo adoró. Mas Pedro, con admirable sencillez, lo puso en pie y le corrigió tiernamente: «yo mismo también soy un hombre». En este gesto vemos el intento del apóstol de frenar la adulación que muchas de las personas querían ofrecerle a quien fuera compañero del mismo Cristo.
Si su ministerio es medianamente exitoso, muchos van a querer elevarlo a una posición que no es sana para usted, ni tampoco para las personas con las cuales trabaja. El líder sabio trabaja para que los demás tengan una correcta perspectiva de su persona. No fomenta en otros el sentimiento de que él es indispensable. No busca un trato reverencial ni diferenciado para su persona, sino que ayuda a los demás a entender que él también es peregrino en proceso de transformación. Ha sido llamado a una labor importante, pero esto no lo eleva por encima de los demás ni le da privilegios especiales. En la sencillez y la sinceridad de su andar estará el verdadero secreto de su impacto sobre la vida del pueblo.
Para pensar:
«Los grandes hombres nunca piensan que son grandes, los pequeños nunca piensan que son pequeños». Anónimo.
Shaw, C. (2005) Alza tus ojos. San José, Costa Rica, Centroamérica: Desarrollo Cristiano Internacional.
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