Leccion 1, Tema 1
En Progreso

03) Los Doce como Testigos de la Vida, Muerte y Resurrección del Señor

El entrenamiento de los Doce

Los Doce habían sido discípulos del Señor antes de ser constituidos apóstoles o enviados suyos. Marcos nota el momento del llamamiento del Señor en estas palabras: «Y subió Jesús al monte, y llamó a sí a los que él quiso, y fueron a él. Y constituyó doce, para que estuviesen con él, y para enviarlos a predicar, con potestad de echar fuera demonios» (Mt. 3:13–15). El aspecto más importante de su preparación se indica por la frase «para que estuviesen con él», ya que luego habían de testificar sobre todo de la persona del Señor, que se revelaba, como hemos visto, por cuanto hacía y decía, conjuntamente con sus reacciones frente a los hombres, frente a la historia, y frente a la voluntad de Dios, que era la suya propia, y que había venido para manifestar y cumplir. Cada intervención del Señor suscitaba preguntas, que por fin hallaron su contestación en la confesión de Pedro: «Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente»; o según otra confesión suya: «Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros hemos creído y conocemos que tú eres el Santo de Dios» (Mt. 16:16; Jn. 6:68, 69). La verdad en cuanto a la naturaleza divina y humana de Cristo tuvo que ser grabada en el corazón y la mente de los apóstoles por medio de una reiteración de pruebas que nacieron de las mismas circunstancias del ministerio del Señor. El pleno reconocimiento de quién era el Señor—que sólo llegó a ser una convicción inquebrantable después de la resurrección—había de ser el sólido fundamento de todo lo demás. Su excelsa obra dependía de la calidad de su persona, como Dios manifestado en carne y como el «Hijo del Hombre», consumación de la verdadera humanidad y representante de la raza por ser el «Postrer Adán».

Es preciso meditar en la importancia de los Doce como testigos-apóstoles, pues si hubiese faltado aquel eslabón de toda garantía entre la persona de Cristo y su obra salvadora, por una parte, y los hombres que necesitaban saber para creer y ser salvos, por otra, la «manifestación» se habría producido en un vacío, y no habría pasado de ser fuente de vagas leyendas en lugar de una declaración en forma histórica garantizada por el testimonio fidedigno de testigos honrados. Más tarde, y precisamente ante el tribunal del sanedrín que condenó al Señor, Pedro y Juan, prototipos de estos testigos-apóstoles, declararon: «No podemos dejar de anunciar lo que hemos visto y oído» (Hch. 4:20). Hacia el final de su vida, Pedro reiteró: «Porque al daros a conocer la potencia y la venida del Señor nuestro Jesucristo, no seguimos fábulas por arte compuestas, sino que hablamos como testigos oculares que fuimos de su majestad» (2 P. 1:16).

No sólo tomaron buena nota estos fieles testigos de las actividades del Señor Jesucristo, sino que recibieron autoridad suya para actuar como tales, con el fin de que obrasen y hablasen en su Nombre y frente al pueblo de Israel y delante de los hombres en general. Como apóstoles tuvieron autoridad para completar el canon de las Escrituras inspiradas—luego se añade Pablo con una comisión algo distinta—, siendo capacitados por el Espíritu Santo para recordar los incidentes y las palabras del ministerio del Señor, como también para recibir revelaciones sobre verdades aún escondidas. Este aspecto de su obra se describe con diáfana claridad en los discursos del Cenáculo, capítulos 13 a 16 de Juan, y podemos fijarnos especialmente en Juan 14:25, 26; 15:26, 27; 16:15.

El Espíritu Santo actuaba como «testigo divino» a través de los testigos-apóstoles; la manera en que se desarrolló este doble testimonio complementario e inquebrantable se describe sobre todo en Hechos, capítulos 1 a 5, bien que es la base de toda la revelación del NT.

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