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Dimensiones de la libertad

Cuando se hizo de día, salió y se fue a un lugar solitario; y las multitudes lo buscaban, y llegaron adonde él estaba y procuraron detenerle para que no se separara de ellos. (Lucas 4.42) (LBLA)

La escena que describe el texto de hoy se produce luego de una intensa noche de ministerio, en la que Cristo sanó a muchos enfermos y expulsó una sucesión de demonios en las personas que acudían a él. Según su costumbre, el Hijo de Dios se retiró a un lugar solitario en busca de mayor intimidad con el Padre. Las multitudes, no obstante, no tardaron en ubicarlo y procuraban detenerle para que no se separara de ellos.

La reacción de ellos revela cuán intenso es en nosotros el deseo de «asirnos de Dios» para que no se aleje de nuestro proyecto de vida. Este deseo no es, sin embargo, producto de la obra soberana del Espíritu. Más bien responde a la tendencia arraigada de buscar la forma de controlar al Altísimo para nuestro propio beneficio. La misma perversa creatividad que desplegamos para asegurar nuestras relaciones con los demás también empaña la experiencia espiritual con el Señor. No dudamos en recurrir al medio que sea necesario para lograr este único fin: retener a Dios para que colabore y bendiga los diversos aspectos de nuestra vida personal.

Los que hemos nacido de nuevo debemos entender que la libertad constituye la única base para una relación profunda con el Señor. Avanzar hacia la madurez significa descubrir el significado de las palabras de Cristo a Nicodemo: «El viento sopla de donde quiere, y oyes su sonido, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo aquel que nace del Espíritu» (Jn 3.8). Así como no tenemos la capacidad de generar o controlar el viento, tampoco a Dios podemos detenerlo, retenerlo o «redireccionarlo» hacia el lugar que deseamos. No podemos imponer sobre él ninguna condición, ni proyectar sobre su persona nuestras expectativas. Más bien nos invita a construir una relación donde él disfruta de la misma libertad con la que nos ha creado a nosotros.

La razón por la cual este camino de libertad muchas veces nos resulta difícil es sencilla: somos personas que vivimos en un mundo que está lleno de sufrimiento y dolor. En más de una ocasión hemos sido lastimados en nuestras relaciones con los demás. Por esto, creemos que la mejor manera de evitar nuevas desilusiones es ejerciendo control sobre nuestras circunstancias y sobre aquellos que son parte de nuestra experiencia cotidiana. El objetivo es lograr que todo se acomode a lo que consideramos beneficioso para nosotros mismos. No obstante estos esfuerzos, seguimos cosechando angustias y tristezas. La verdad es que aun nuestras más elaboradas estrategias para controlar todo no pueden prosperar porque estamos intentando ejercer autoridad sobre aquello que no nos está permitido.

Para pensar:

Cristo nos invita a transitar su camino, sin intentar acomodar al mundo y a Dios a nuestro antojo. Es el camino que requiere una actitud que parece riesgosa: la entrega. Cuando nuestros esfuerzos dejan de existir, Dios encuentra los espacios para comenzar a producir esa transformación que nos permite estar en paz con un mundo diferente al que quisiéramos.

Tomado con licencia de:

Shaw, C. (2005) Alza tus ojos. San José, Costa Rica, Centroamérica: Desarrollo Cristiano Internacional.

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