El problema de las controversias teológicas
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La necesidad de una teología cristiana
La necesidad de reflexionar sobre su fe fue impuesta sobre los cristianos por la oposición pagana externa y las filosofías que internamente querían minarla. Esta batalla comenzó bien temprano. El cristianismo comenzó con el testimonio de Jesús como el Hijo de Dios, y la deidad de Cristo fue la base de su fe. Pero esta creencia tenía implicaciones que debían ser explicadas y defendidas.
Mientras Jesús estaba presente en la carne con sus discípulos, éstos lo consideraron como una gran personalidad, con cualidades extraordinarias. Marcos presenta a un hombre fuera de serie (“¿Quién es éste?”, Mr. 4:41). Pero luego de la resurrección, ese hombre admirable se transformó para los discípulos en el Hijo de Dios. Por eso, la predicación de la Iglesia primitiva fue una predicación de la resurrección, y sobre esta doctrina se fundó el cristianismo. La doctrina cristiana más temprana surgió como un intento por explicar la experiencia de los primeros discípulos con el Cristo resucitado.
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Las primeras controversias
Durante el período de los comienzos del cristianismo (hasta el año 100), la literatura del canon del Nuevo Testamento todavía no estaba organizada. Las iglesias utilizaban el Antiguo Testamento y con él fundamentaban sus creencias. De todos modos, las iglesias crecían sin mayores problemas doctrinales y conservaban con pureza la enseñanza apostólica (Hch. 2:42).
Las doctrinas capitales de la predicación apostólica, en el orden en que generalmente las enseñaban, fueron: (1) hay un solo Dios verdadero (1 Ts. 1:9; Hch. 14:15); (2) Jesús es el Hijo de Dios (1 Ts. 1:10), que resucitó y es el Salvador. Fue en torno a la segunda doctrina donde se presentaron los primeros problemas. La primera cristología (doctrina de Cristo) era mesiánica, es decir, Jesús era el Mesías de las esperanzas judías. Pero pronto se planteó el problema de interpretación entre el Cristo que los discípulos conocieron en su vida terrenal y el Cristo resucitado y ascendido, que era predicado a quienes no fueron testigos presenciales de su vida y ministerio. No era difícil pensar en un Cristo sufriente, pero ese Cristo había sido glorificado con la resurrección, y en un mundo de cultura griega, esto resultaba en una creencia escandalosa. La cristología de Pablo resuelve esta oposición combinando conceptos hebreos y gentiles, y en sus cartas el apóstol habla del Siervo sufriente y del Señor exaltado.
Otro foco de conflicto fueron los judaizantes que insistían en que los cristianos debían guardar toda la Ley de Moisés. En respuesta a éstos, Pablo escribió Gálatas y Romanos, donde expone acerca de Jesús y de cómo salva, desarrollando la doctrina de la salvación por gracia mediante la fe. Ante dudas respecto a la vida después de la muerte, Pablo escribió 1 Corintios, donde considera el tema de la resurrección del cuerpo.
A partir del segundo siglo aparecen las primeras herejías (“partidos”) entre las que se pueden mencionar las siguientes:
Ebionitas (herejía judía). Los ebionitas fueron los continuadores de los judaizantes del Nuevo Testamento. Confesaban a Jesús como el Mesías, incluso algunos como el más grande de los profetas, pero no reconocían su divinidad y exigían la observancia estricta de la Ley. Esta herejía continuó por largo tiempo, ya que Jerónimo (c. 340–420) a comienzos del siglo V habla de ellos.
Docetistas (herejía gentil). Los docetistas aparecieron a fines del período neotestamentario. Consideraban a Dios como remoto y no interesado en el mundo. Si Jesús estaba identificado con Dios, entonces no sufrió en la cruz, porque Dios no puede sufrir. Además, no tuvo hambre, no se enojó, ni puede haber tenido un cuerpo, porque la materia es imperfecta. Para ellos el Jesús humano era como un fantasma. No podían pensar de otra manera ya que partían del concepto griego de Dios como trascendente e impasible, un Dios remoto y demasiado puro como para contaminarse con el mundo material e imperfecto. Juan los ataca por su negación del cuerpo de Jesús (2 Jn. 7; 1 Jn. 1:1–3; 4:1–3). Jerónimo dice: “La sangre de Cristo todavía estaba fresca en Judea, cuando ya se decía que su cuerpo era un fantasma.” Es por esto que el docetismo fue también conocido como “fantasmismo.”
Adopcionistas (herejía judía y gentil). Los adopcionistas quisieron resolver el problema de la relación de Cristo con el Padre, para evitar lo que les parecía era politeísmo (creencia en varios dioses) y afirmar la unidad de Dios. Para ellos, sólo podía haber un solo ser Supremo. Por eso, se los llamó “monarquianos”.
Hubo dos tipos de monarquianos. (1) Dinamistas o adopcionistas, que enseñaban que Jesús fue un poder o una emanación de Dios, un hombre tan bueno que Dios lo “adoptó” como su Hijo en una forma especial. (2) Modalistas o sabelianos, que enseñaban que las tres personas de la Trinidad no son tres existencias o personalidades separadas, sino sólo tres modos de la existencia de una sola personalidad divina. Sabelio (c. 265) enseñó en Roma en el tercer siglo y gozó de amplia popularidad. Según él, Dios desempeñó tres papeles en la historia: primero como Padre Creador, que se reveló en las Escrituras judías; segundo, como Hijo, que se reveló en el Jesús histórico; y, tercero, como Espíritu Santo, que es la forma en que ahora debe ser adorado.
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Las controversias trinitarias
Con la conversión de Constantino, muchos paganos se bautizaron sin ser verdaderamente convertidos, y con ellos penetró en la Iglesia la idea pagana de Dios, que llevó a la primera herejía seria: el arrianismo. Arrio (256–336) era un presbítero en Alejandría, que tuvo una discusión con el obispo Alejandro (¿-328) en el año 318, por causa de un sermón que éste último predicó sobre la divinidad de Cristo. La cuestión fundamental que abordó Alejandro era cómo podemos creer en un solo Dios y aceptar la divinidad de Cristo. Arrio replicó diciendo que sólo Dios el Padre es eterno y verdadero. Padre e Hijo no pueden ser iguales porque “hijo” significa que tuvo un comienzo, es decir, hubo un momento cuando Cristo no existió. Arrio pensó que facilitaría la comprensión de la fe cristiana a los paganos, puesto que éstos creían en semidioses. Esperaba hacerlo enseñando que Dios es Dios, uno y único, y que Cristo no es ni Dios ni hombre, sino alguien en el medio, como los semidioses paganos. Arrio fue excomulgado y la Iglesia se dividió porque la enseñanza arriana tuvo una rápida difusión y se popularizó.
En el año 324, Constantino, que temía ver quebrantada la unidad del cristianismo y de su Imperio por causa de este problema doctrinal, quiso intervenir. Lo hizo enviando a Osio (c. 257–358), obispo de Córdoba (España), para arreglar la disputa, pero éste fracasó. El emperador, por recomendación suya, convocó para debatir el tema a un concilio general, que se reunió en Nicea en el año 325. Trescientos dieciocho obispos se reunieron. Se presentaron tres posiciones en cuanto a la relación del Padre con el Hijo: (1) el Hijo era de la misma sustancia del Padre (omousios); (2) el Hijo era de una sustancia diferente de la del Padre (heterousios); (3) el Hijo era de una sustancia similar a la del Padre (omoiousios).
Atanasio (296–372), diácono del obispo de Alejandría, jugó un papel principal al definir que Cristo es una esencia con el Padre. El arrianismo fue condenado, pero la controversia no terminó. A veces los arrianos parecieron ganar, incluso contando con el favor imperial. Atanasio fue exiliado varias veces de Alejandría, pero su posición finalmente tuvo éxito en occidente.
Atanasio: “Todo el que quiere ser salvo, antes que todo es necesario que tenga la verdadera fe cristiana. Y si alguno no la guardare íntegra e inviolada, es indudable que perecerá eternamente. Y la verdadera fe cristiana es ésta: que veneremos a un solo Dios en la Trinidad, y la Trinidad en la unidad, no confundiendo las personas, ni dividiendo la sustancia. Una es la persona del Padre, otra la del Hijo, otra la del Espíritu Santo. Pero una sola es la divinidad del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; igual es la gloria, y coeterna la majestad.
Cual el Padre, tal el Hijo, tal el Espíritu Santo. Increado el Padre, increado el Hijo, increado el Espíritu Santo. El Padre es inmenso, el Hijo es inmenso, el Espíritu Santo es inmenso. El Padre es eterno, el Hijo es eterno, el espíritu Santo es eterno. Sin embargo, no son tres eternos, sino un Eterno. Como tampoco son tres increados, ni tres inmensos, sino un Increado y un Inmenso. Igualmente, el Padre es todopoderoso, el Hijo es todopoderoso, el Espíritu Santo es todopoderoso. Sin embargo, no son tres todopoderosos, sino un Todopoderoso. Así que el Padre es Dios, el Hijo es Dios, el Espíritu Santo es Dios. Sin embargo, no son tres dioses, sino un solo Dios.
Asimismo, el Padre es Señor, el Hijo es Señor, el Espíritu Santo es Señor. Sin embargo, no son tres señores, sino un solo Señor. Porque, así como somos compelidos por la verdad cristiana a confesar a cada una de las tres personas por sí misma, Dios y Señor, así nos prohíbe la religión cristiana decir que son tres dioses y tres señores.
El Padre no fue hecho por nadie, ni creado, ni engendrado. El Espíritu Santo es del Padre y del Hijo; ni hecho, ni creado, ni engendrado, sin precedente. Así que es un Padre, no tres padres; un Hijo, no tres hijos; un Espíritu Santo, no tres espíritus santos. Y en esta Trinidad ninguno es primero o postrero; ninguno mayor o menor; sino que todas las tres personas son coeternas juntamente y coiguales; así que en todas las cosas, como queda dicho, debe ser venerada la Trinidad en la unidad, y la unidad en la Trinidad. Quien, pues, quiere ser salvo, debe pensar así de la Trinidad.
Además, es necesario para la salvación que se crea también fielmente en la encarnación de nuestro Señor Jesucristo. Ésta es, pues, la fe verdadera, que creamos y confesemos que nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios, es Dios y hombre; Dios de la sustancia del Padre, engendrado antes de los siglos; y hombre de la sustancia de su madre, nacido en el tiempo; perfecto Dios y perfecto hombre, subsistiendo de alma racional y de carne humana; igual al Padre según la divinidad, menor que el Padre según la humanidad; quien, aunque es Dios y hombre, sin embargo no son dos, sino un solo Cristo; uno empero, no por la conversión de la divinidad en carne, sino por la asunción de la humanidad en Dios; absolutamente uno, no por la confusión de la sustancia, sino por la unidad de la persona.
Porque como el alma racional y la carne es un hombre, así Dios y el hombre es un Cristo; quien padeció por nuestra salvación; descendió al infierno, al tercer día resucitó de los muertos; subió al cielo; está sentado a la diestra de Dios Padre Todopoderoso; de donde va a venir a juzgar a los vivos y a los muertos; en cuya venida todos los hombres han de resucitar con sus cuerpos; y han de dar cuenta de sus propias obras. Los que hicieron bien, irán a la vida eterna; pero los que hicieron mal, al fuego eterno. Ésta es la verdadera fe cristiana; que si alguno no la creyere firme y fielmente, no podrá ser salvo.”
El Credo de Nicea niega el viejo concepto griego o gnóstico de Dios y establece la creencia correcta en las tres personas de la Trinidad, centrando la atención sobre la relación del Padre y el Hijo: Cristo es totalmente divino, de la misma esencia y sustancia del Padre.
Credo Niceno: “Creemos en un Dios Padre todopoderoso, hacedor de todas las cosas visibles e invisibles. Y en un Señor Jesucristo, el Hijo de Dios; engendrado como el Unigénito del Padre, es decir, de la sustancia del Padre, Dios de Dios; luz de luz; Dios verdadero de Dios verdadero; engendrado, no hecho; consubstancial al Padre; mediante el cual todas las cosas fueron hechas, tanto las que están en los cielos como las que están en la tierra; quien para nosotros los hombres y para nuestra salvación descendió y se hizo carne, se hizo hombre, y sufrió, y resucitó al tercer día, y vendrá a juzgar a los vivos y los muertos.
Y en el Espíritu Santo.
A quienes digan, pues, que hubo (un tiempo) cuando el Hijo de Dios no existió, y que antes de ser engendrado no existía, y que fue hecho de las cosas que no son, o que fue formado de otra sustancia (hipóstasis) o esencia (usía), o que es una criatura, o que es mutable o variable, a éstos anatematiza la Iglesia católica.”
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Las controversias cristológicas
Estas controversias tuvieron que ver con la persona de Cristo. El primer problema había sido cómo tres personas podían ser un Dios. Ahora, a comienzos del siglo V, se discutía cómo dos naturalezas (divina y humana) podían estar en Cristo. Había tres puntos de vista asociados a tres escuelas.
La escuela de Antioquía. Esta línea de pensamiento enfatizaba la realidad de la naturaleza humana y olvidaba la divinidad de Cristo. En razón de una fuerte influencia judía, mantenía separadas las dos naturalezas. Un destacado representante de esta escuela de pensamiento fue Nestorio (m. 451), que fue monje y presbítero en Antioquía y luego obispo de Constantinopla en el año 428. Sus enemigos lo acusaron de herejía y fue excomulgado por el Concilio de Éfeso (431), porque se opuso al culto a María y rechazó el título “Madre de Dios” (theotokos) como irreverente. Según él, había que separar las naturalezas: una era la naturaleza del ser humano que nació de María, y otra la del ser divino que habitaba en él. Sus seguidores enseñaron que en Cristo un hombre y Dios se unieron sin mezclarse, y que Cristo era realmente dos personas: una divina y otra humana.
La escuela de Alejandría. Esta línea de pensamiento enfatizaba la divinidad de Cristo minimizando su humanidad. Uno de los exponentes de esta línea de interpretación fue Apolinario (m. 392), obispo de Laodicea (360), que era sirio de nacimiento pero alejandrino de pensamiento. Fue un hombre abnegado, estudioso y reputado como un gran erudito. Comenzó su reflexión con la divinidad perfecta y completa de Cristo, señalando que sólo Dios puede salvar al mundo. Si Cristo es el Salvador, entonces debe ser divino por necesidad. Su error vino cuando quiso especificar el modo preciso de la encarnación y afirmó que en la personalidad de Cristo no hay un espíritu o mente humana, porque el lugar del espíritu en Cristo fue ocupado por el Logos. Así, según él, Cristo fue Logos, cuerpo y alma. El Logos vivía una vida divina en la carne humana. Apolinario fue condenado por varios concilios, especialmente por el de Constantinopla, en el año 381.
Otro exponente de la escuela alejandrina fue Eutiques (378–454), un monje anciano e ignorante, que enseñó una cristología apolinarista. Sostenía que la naturaleza humana en Cristo había sido absorbida por la naturaleza divina, de manera tal que el cuerpo mismo de Cristo no fue de la misma esencia que el nuestro, sino que fue un cuerpo divino. Según él, Cristo tuvo dos naturalezas antes de la encarnación y una sola después. Fue condenado por el Concilio de Calcedonia en el año 451, el más grande de todos los concilios, porque terminó con las controversias cristológicas.
La escuela de Roma. Esta línea de pensamiento enfatizaba los aspectos prácticos de la vida cristiana. Los teólogos latinos no comenzaron con la vida interior de Dios, sino con la vida humana, pensando del ser humano como una persona pecadora y necesitada de salvación, y preguntándose cómo podía ser perdonado. El énfasis en Occidente estaba puesto sobre el pecado y la gracia. El ser humano está ante Dios como un deudor que no puede pagar; Cristo viene al mundo y paga la deuda. Por ser Dios, puede actuar como mediador; por ser hombre, puede pagar la deuda; por ser tanto Dios como hombre, puede ser el Salvador. Desde Tertuliano de Cartago hasta Agustín de Hipona (354–430), los cristianos occidentales pensaban así.
Este concepto fue presentado por León I (390–461), obispo de Roma, a través de una carta suya conocida como el “Tomo,” que fue leída en el Concilio de Calcedonia. La carta entusiasmó a los obispos asistentes, que se pusieron de pie y gritaron: “¡Pedro ha hablado!” Influido por esta carta, el concilio aprobó la “Definición de Calcedonia” que, dejando de lado el cómo de la cuestión, afirmó las dos naturalezas de Cristo (divina y humana). La Definición no resolvió el misterio, pero sí lo definió y aclaró, estableciendo en forma definitiva la comprensión doble de la naturaleza de Cristo.
CUADRO 16 – LOS GRANDES CONCILIOS UNIVERSALES O ECUMÉNICOS
LUGAR
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FECHA
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EMPERADOR
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PARTICIPANTES
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RESULTADOS
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NICEA
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325
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Constantino
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Arrio Alejandro Eusebio de Nicomedia Eusebio de Cesarea Osio Atanasio |
Declaró al Hijo homoousios (co-igual, consubstancial y co-eterno) con el Padre.
Condenó a Arrio. Redactó la forma original del Credo de Nicea.
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CONSTANTINOPLA
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381
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Teodosio
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Melecio de Antioquía Gregorio Nacianceno Gregorio de Niza
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Confirmó resultados del Concilio de Nicea. Produjo el Credo de Nicea revisado. Terminó con la controversia trinitaria. Afirmó la deidad del Espíritu Santo. Condenó el apolinarianismo. |
EFESO
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431
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Teodosio II
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Cirilo Nestorio
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Declaró herético al nestorianismo. Aceptó por implicación la cristología alejandrina. Condenó a Pelagio. |
CALCEDONIA
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451
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Marciano
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León I Dióscoro Eutiques
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Declaró las dos naturalezas de Cristo sin mezcla, sin cambio, indivisibles, inseparables.
Condenó eutiquianismo
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CONSTANTINOPLA
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553
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Justiniano
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Eutoquio
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Condenó los “Tres Capítulos” para ganar el apoyo de los monofisitas.
Afirmó la interpretación de Cirilo de la “Definición de Calcedonia”.
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CONSTANTINOPLA
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680–681
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Constantino IV
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Rechazó el monotelismo.
Condenó al papa Honorio (m. 638) como hereje.
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NICEA
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787
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Constantino VI
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Declaró como legítima la veneración de íconos y estatuas.
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Definición de Calcedonia: “Siguiendo pues a los santos Padres, enseñamos todos a una voz que ha de confesarse uno y el mismo Hijo, nuestro Señor Jesucristo, el cual es perfecto en divinidad y perfecto en humanidad; verdadero Dios y verdadero hombre, de alma racional y cuerpo; consubstancial al Padre según la divinidad, y asimismo consubstancial a nosotros según la humanidad; semejante a nosotros en todo, pero sin pecado; engendrado del Padre antes de los siglos según la divinidad, y en los últimos días, y por nosotros y nuestra salvación, de la Virgen María, la Madre de Dios (theotokos), según la humanidad; uno y el mismo Cristo Hijo y Señor unigénito, en dos naturalezas, sin confusión, sin mutación, sin división, sin separación, y sin que desaparezca la diferencia de las naturalezas por razón de la unión, sino salvando las propiedades de cada naturaleza, y uniéndolas en una persona o hipóstasis; no dividido o partido en dos personas, sino uno y el mismo Hijo Unigénito, Dios Verbo y Señor Jesucristo, según fue dicho acerca de él por los profetas de antaño y nos enseñó el propio Jesucristo, y nos lo ha transmitido el Credo de los Padres.”
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La controversia pelagiana
Esta controversia tuvo dos protagonistas principales: Pelagio y Agustín de Hipona.
Pelagio (c. 370–440). Pelagio fue un monje británico muy hábil e instruido, que se estableció en Roma hacia el año 400 y que fue seguido en sus ideas por Celeste y Juliano. Los pelagianos afirmaban que el ser humano se reconcilia con Dios haciendo uso de su capacidad natural de escoger entre el bien y el mal. El ser humano tiene poder para hacer lo bueno, decían, de otro modo Dios no le hubiese dado la Ley para que la cumpliese. Además, no hay nada en el ser humano que lo lleve a pecar y es posible que pueda llevar una vida sin pecado.
Los pelagianos rechazaban la idea del pecado original o de la inclinación pecaminosa transmitida de padres a hijos, señalando que la caída de Adán no afectó a su posteridad. Para ellos, la muerte no es una consecuencia del pecado, sino una necesidad del organismo, y el bautismo infantil es innecesario y la gracia divina también. La doctrina del pecado original, según era enseñada por aquel entonces, se contradecía. “Si el pecado es natural, no es voluntario; si es voluntario, no es innato. Estas dos definiciones son tan mutuamente contrarias como son la necesidad y la (libre) voluntad.” Incluso después de pecar, la voluntad permanece tan libre como era antes de que el pecado fuese cometido, porque según los pelagianos el ser humano tenía “la posibilidad de cometer pecado o de refrenarse del pecado.”
Ellos explicaban la universalidad del pecado señalando a la naturaleza sensual, que si bien es totalmente inocente en sí misma, es la ocasión para la tentación y el pecado. No tuvieron un concepto de la unidad ética de la raza humana y del individuo. Según Celeste, el concepto de pecado debe desarrollarse tomando en cuenta los siguientes hechos: (1) Adán fue creado mortal y hubiese muerto de todos modos, ya sea que hubiese pecado o no pecado; (2) el pecado de Adán lo dañó sólo a él y no a toda la raza humana; (3) la Ley lleva al reino (de los cielos), así como lo hace el evangelio; (4) incluso antes de la venida de Cristo hubo seres humanos sin pecado; (5) los niños recién nacidos están en el mismo estado en que estaba Adán antes de su trasgresión; (6) toda la raza humana no muere a través de la muerte y trasgresión de Adán, ni resucita nuevamente a través de la resurrección de Cristo.
Según Pelagio, el pecado “es llevado a cabo por imitación, cometido por la voluntad, denunciado por la razón, manifestado por la Ley, y castigado por la justicia.” Con estos conceptos, Pelagio quería evitar la idea del pecado como hereditario. Según él, el pecado no es una necesidad universalmente trágica, sino una cuestión de un mal ejercicio de la libertad humana.
Además, los pelagianos no creían en una gracia divina real; no concebían la gracia como una influencia divina en el ser humano. La gracia era una suerte de iluminación de la razón del ser humano, que le permitía descubrir la voluntad de Dios de tal manera que en su propio poder podía escoger y actuar conveniente y correctamente.
La gracia tenía para Pelagio un cuádruple contenido: (1) doctrina y revelación, (2) revelación del futuro con sus recompensas y castigos, (3) demostración de las trampas del diablo, y (4) “iluminación por el multiforme e inefable don de la gracia celestial.”
Los pelagianos creían que la función de Cristo era doble: (1) proporcionar el perdón de los pecados en el bautismo a aquellos que creen, y (2) dar un ejemplo de vida sin pecado no sólo evitando cometer los pecados sino también evitando las ocasiones de cometerlos mediante el ascetismo. La gracia es idéntica a la remisión general de los pecados en el bautismo. Una vez que la persona está bautizada, la gracia carece de sentido ya que a partir de allí el ser humano es capaz de hacer todo por su cuenta.
Agustín de Hipona (354–430). El antagonista de Pelagio fue Agustín de Hipona, quien después de haber pasado por el maniqueísmo, el escepticismo y el neoplatonismo tuvo una profunda experiencia de conversión cristiana. Sus enseñanzas más importantes han ejercido una notable influencia sobre el desarrollo de la teología cristiana occidental. Según él, el ser humano original era justo, sin pecado y libre. Adán tenía la libertad de no caer, de no morir, de no alejarse del bien; estaba en paz, libre de todo deseo y necesidad. Pero podía usar su libertad en la dirección equivocada, es decir, podía pecar y morir. De hecho, Adán era libre cuando cayó. La razón de su caída no fue externa sino interna. Según Agustín, el pecado es esencialmente pecado espiritual: el ser humano quería ser y permanecer por sí mismo, sin la asistencia de su Creador.
La caída de Adán fue debida a su orgullo (soberbia), y significó la pérdida de la libertad y la pureza original. Su voluntad se tornó mala, la mente se hizo carnal, perdió el control propio y en consecuencia la ayuda de la gracia divina, y quedó solo. Agustín afirma: “El principio de todo pecado es el orgullo; el principio del orgullo es el alejamiento de Dios por parte del ser humano.” Ahora, el pecado de Adán fue el pecado de toda la raza humana. Los niños están incluidos en esta condición de pecado y sólo se salvan si son bautizados. El pecado de Adán es, pues, hereditario porque todos los seres humanos existían potencialmente en Adán, en su poder de procreación. En este sentido, todos los seres humanos participamos en su decisión libre y, en consecuencia, somos culpables. Adán introdujo la libido, el deseo, en el proceso de la generación sexual, y este elemento pasó, por herencia, a toda su posteridad. Es por esto que todos los seres humanos nacen del mal deseo sexual.
La restauración del ser humano pecador viene sólo por la gracia, que es absolutamente necesaria. Esta gracia es gratia data (gracia otorgada sin mérito alguno por parte del ser humano pecador). Ella comienza con el bautismo, que como sacramento (es decir, medio de gracia) quita el pecado original. La transformación resulta de la influencia divina sobrenatural sobre la voluntad. La gracia es irresistible y predestinadora, porque cambia el corazón del ser humano para que escoja con libertad las cosas espirituales. De este modo, la persona se convierte no porque quiere, sino que quiere porque se convierte. Además, Dios concede a los predestinados para la salvación el don de la perseverancia. El creyente puede caer, pero no permanentemente, porque la gracia de Dios es irresistible.
El pelagianismo fue rechazado en el año 418 en el Sínodo de Cartago, que excomulgó a Celeste; y luego, en el Concilio de Éfeso en el año 431. Pero esto no significó la aceptación del agustinianismo. Lo que más se rechazaba en Agustín era su concepto de la predestinación.
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