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En guardia contra lo oculto

¿Quién puede discernir sus propios errores? Líbrame de los que me son ocultos. Preserva también a tu siervo de las soberbias, que no se enseñoreen de mí. Entonces seré íntegro y estaré libre de gran rebelión. (Salmo 19.12–13)

La pregunta que el salmista hace aquí es lo que se describe como una pregunta retórica. Este tipo de preguntas no requieren de respuesta porque ya está implícita en la misma pregunta. En este caso, la respuesta es: ¡nadie! No existe una sola persona que pueda discernir sus propios errores.

A pesar de esto, la mayoría de nosotros nos mostramos bastante confiados a la hora de defender nuestra falta de culpa. El salmista, a diferencia de nosotros, entendía un principio fundamental para la vida espiritual, y es que ningún ser humano posee claridad acerca del estado de su propia vida. Esta misma verdad fue reiterada por Jeremías, cuando afirmó que el corazón del hombre es más engañoso que todas las cosas, y sin remedio (17.9). Por más que nos propongamos mirar y examinar con cuidado nuestra vida, no podremos discernir nuestros propios errores, porque la esencia misma del pecado reside en el engaño. Lo que está oculto no puede ser tratado y posee toda la capacidad de descarrilarnos en nuestro andar. Por esta razón el salmista exclamó: «Líbrame de los que me son ocultos».

No es coincidencia, tampoco, que haya reparado en la soberbia cuando pensaba en pecados ocultos. De todos los pecados, el más difícil de detectar es el del orgullo. Como ha observado un sabio comentarista, «¡nadie está tan cerca de caer como aquel que está confiado de estar bien parado!» Todos poseemos gran capacidad de ver el pecado del orgullo en nuestro prójimo, pero carecemos notablemente de discernimiento a la hora de examinar nuestra propia vida con respecto a este tema.

El salmista sabía que la soberbia no confesada se convierte en un amo implacable que domina la vida de la persona y lo lleva hacia la perdición. Esa persona ya no tendrá control sobre su vida, sino que su amo, la soberbia, se convertirá en la fuerza que dicta la manera de proceder en cada situación. Nadie le podrá señalar nada. Nadie lo podrá corregir. Nadie se le podrá acercar, porque la soberbia no se lo permitirá, no sea que descubra su propia maldad y se arrepienta.

Un líder soberbio es una persona que traerá mucho sufrimiento y dolor a la congregación que ministra. Por esta razón, es bueno que recordemos que nuestra propia opinión de la pureza espiritual muchas veces tiene poco que ver con nuestra verdadera situación. El líder sabio sabrá que hay realidades en su vida que no puede ver, que tienen toda la capacidad de neutralizarlo. No se confiará de la propia evaluación de su corazón. Buscará que el Señor lo examine, para traer a la luz aquello que está oculto y lograr así la verdadera integridad. Tampoco tendrá miedo de abrirse a que otros lo examinen, pues la misma capacidad que él posee de ver el pecado en otros es la que otros poseen hacia su persona.

Para pensar:

San Agustín escribió: «Cuando el hombre descubre su pecado, Dios lo cubre. Cuando el hombre tapa su pecado, Dios lo destapa. Cuando el hombre confiesa su pecado, Dios lo perdona».

Tomado con licencia de:

Shaw, C. (2005) Alza tus ojos. San José, Costa Rica, Centroamérica: Desarrollo Cristiano Internacional.

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